Les faltó eso que enardece los sentidos

Sexo 16/12/2016 05:00 Raúl Piña Actualizada 05:01
 

Sandro no sabe qué hacer con las manos. Las pone en la banca, se seca el sudor, se truena los dedos, abre y cierra el libro que lo acompaña. Las manos no hallan lugar. No deja de temblar la pierna derecha y trata de calmarse respirando profundo, mientras mira a lo lejos esperando ver la cara que no conoce, pero que lo tiene intrigado y al mismo tiempo ilusionado y muy emocionado.

Hugo estaciona su auto. Se recarga en el asiento y también respira hondo.  Se acicala el cabello en el retrovisor, se checa una y otra vez los dientes, se pone crema de cacao en los labios, sonríe de seis diferentes maneras, mientras practica la manera en que se va a presentar y qué es lo que debe decir sin caer en lo convencional o decir una tontería de la que después pueda arrepentirse.

Sandro mira abajo de la banca donde espera y cuenta cuatro colillas de cigarros. Hugo se aplica una vez más otro poco de loción.

Sandro mira al cielo y busca formas en las nubes. Hugo camina pausado y tratando de no demostrar su ansiedad. Óscar y Norma comían una tarde de domingo con Sandro y le dijeron que conocían un chavo que podía ser compatible con él. Ambos en edad madura, los dos con buen trabajo, casi los mismos gustos de música, libros, teatro. ¿Por qué no presentarlos y quién quita y se gustan y se hacen novios?

Los dos aceptaron la invitación a una cita a ciegas, pero con la condición de que fuera como antes. No Facebook, no Whatsapp, nada que les diera más información que la proporcionada por el teléfono.  Las conversaciones fueron interminables. Y sí, Norma y Óscar tenían razón, eran muy similares.  

En algunas ocasiones, mientras hablaban, se leyeron poemas que ambos gustan, escucharon canciones que por curiosas razones, eran las mismas que le gustaban al otro.  Compartían el mismo gusto por la comida, las largas caminatas y las vacaciones en pueblos lejanos y alejados del consumismo convencional.

¿Y cómo eres?  Pregunta obligada.   Las descripciones de los dos eran del completo agrado del escucha del otro lado de la línea.

Pues bien, el gran día llegó. Sandro lleva un libro, "El muchacho persa", que seguro será del gusto de Hugo y éste último lleva una recopilación de los mejores poemas de Constantine Kavafis.

Después de un breve, pero sentido abrazo, ambos ríen e intercambian presentes. Caminan por el parque del centro de Tlalpan y se detienen a tomar un helado.

Se han caído de maravilla, se han mirado profundamente a los ojos y curiosamente, ninguno de los dos ha encontrado esa chispa que esperaban ver en el otro. No hay eso que el lugar común llama "química".   Todo es correcto, todo embona y fluye, pero no hay esa magia que alborote la pasión y enardezca los sentidos.  No, no la hay.

La esperanza se desvanece y la despedida es bajo promesa de ir pronto al cine y cenar por algún lugar en el Centro Histórico. Nada más.

Ambos caminan cada cual por su lado, sin dejar de sonreír y agradecer a la vida haber conocido a alguien tan parecido a sí mismo,  aunque la ilusión no cuajó, siempre habrá otra oportunidad en conocer al hombre ideal. Éste no lo fue, pero han ganado un nuevo amigo con quien compartir. El amor pronto llegará.

Hugo enciende su coche y mientras maneja, no deja de susurrar una canción.... "Yo soy de esos amantes a la antigua, que suelen todavía mandar flores...."

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