Siempre que te hagan una pregunta estúpida
Llegas a la clínica con tremendo dolor en la parte baja del abdomen y esperas una eternidad, luego pasas al consultorio y lo primero que te dice el doctor es “¿qué es lo que tiene?”. Lo miras con desdén y respondes “tenía dolor de estómago, pero como estuve dos horas allá afuera ahora tengo resentimiento y dolor de cabeza”.
Aquel médico te mira como si fuera el pollero dispuesto a quitarle el pellejo a un kilo de muslos y te indica que te aflojes el cinturón y te subas la camisa, “porque vamos a auscultarlo”. Te vuelve a preguntar “¿entonces no sabe qué tiene?”. Tratas de no perder la paciencia y aclaras: “Creo que es peritonitis pero no me haga mucho caso porque, según el Doctor House, ‘todos los pacientes mienten’”. El galeno, que no está habituado al humor fino, mueve la cabeza en señal de no-sea-pinche-mamón. Te receta lo de siempre: “una buscapina cada ocho horas y omeprazol antes de los alimentos”. Y luego, ahuecando el ala. Lo mismo me dijo mi abuela que tomara, pero yo prefería el diagnóstico de un “experto”. Así pasa cuando menos te lo imaginas: tú esperas una opinión conocedora y te salen con preguntas estúpidas. Ya sea tu vieja, tus amigos, “en la casa y la oficina tenga usted vitacilina, ¡ah que buena medicina”, ah no, perdón, eso es un comercial. Decía que en todos lados siempre te vienen con cada pregunta estúpida. Y no tienes otro remedio que reír o hacerte el tonto. Creo que es mejor lo primero, digo, para no hacerse mala sangre o volverse un amargado.
Lo primero que te pregunta tu vieja, como reloj checador, es “¿ya llegaste?”. Y tú, harto de las rutinas, replicas con voz robotizada: “Noooo, me tomé la libertad de mandarte un holograma para avisarte que ando de borrachote con mis amigos. Y en cinco segundos esta imagen se autodestruirá”. Ella te lanza una mirada gélida: “No seas payaso. Y límpiate los pies cuando entres”.
También están los amigos, que parece que te quieren botanear a la hora de la comida: “¿Cómo que te robaron el celular?, quién fue?”. Haces una pausa dramática y explicas: “Verán, iba yo en el microbús y se subieron unos ojetes a asaltarnos. Ya saben, su pinche modus operandi: uno adelante, otro atrás y el de en medio que es el que junta todas las pertenencias. Así que nos dieron baje. Por desgracia no tuvieron la decencia de dejarme su tarjeta, ni su nombre escrito en un papelito. Así que no tengo ni idea de quién fue”. Luego alguien pide la cuenta y todos hace la finta de que van a pagar, aunque se tardan un chingo en sacar la cartera.
Otro día llegas a la oficina empapado, luego de que los meteorólogos habían vaticinado clima templado y lo que se le ocurre decir a tu compañera es “¿te mojaste, a poco está lloviendo?, y va a asomarse por la ventana. “No, cómo crees, en realidad es la escena número 27, en la que una pipa riegan agua desde el techo esperando que tomemos los paraguas y salgamos a bailar mientras entonamos una canción estúpida”, detallas. “Oye, sí, está lloviendo”, escuchas que agrega mientras tú caminas hacia el baño para secarte el cabello aunque sea con toallas de papel higiénico.
Ya ni hablamos de las mujeres —no todas, aclaro—, que tienen una lista de preguntas tontas. Ejemplo: “¿Verdad que nunca me serías infiel?”. Como si fueras a responder, “bueno, depende de lo que entiendas por ‘infidelidad’, porque el término puede conllevar una connotación mental y otra carnal”.
O de pronto, de la nada, te despiertan con sus dudas. “¿Me amas?”, suelta tu chava mientras se acurruca. “Princesa, no sólo te amo, sino que te adoro. Podría estar en el Caribe, con Megan Fox en mi yate, pero es tanto mi amor por ti que no me importa que seas imperfecta”, tratas de sonar romántico a esas horas de la madrugada.
Y cuando se trata de celarte porque alguna amiga te manda abrazos o besos por Facebook no falta el típico “¡¿quién esa pinche vieja que anda tan cariñosa contigo?!”. Shhhh, mi cielo, no sea paranoica, “sólo es una amiga. Y ahí como la ves, trabaja en un teibol, con disfraz de cuero y toda la cosa. Pero es muy decente y sus intenciones conmigo sólo son amistosas”. Obviamente, tu chava trata de ser irónica: “Pues lo dirás de broma, pero sí tiene cara de zorra”.
Otro día cualquiera: “¿Oye, me veo gorda con este vestido?.. ¿Y si mejor me pongo el negro?”, tu vieja lleva una hora arreglándose para la boda de su prima. “Mi reina, ¡cómo crees! No puede verse gorda alguien que va al gimnasio, come sanamente y evita las garnachas”, te ríes para tus adentros. Ella te lanza una mirada asesina: “Sabes perfectamente que yo no hago nada de eso, no seas sangrón”, y se aleja. Carajo, estamos perdiendo horas-trago-hombre. Y ella que se arregla como si estuviéramos invitados a una cena de gala con el principado de Villas de Aragón. Como si fuera muy especial ir a sus fiestas familiares, sabiendo que le caes gordo a medio mundo. Y encima, en el camino, reta a tu paciencia con sus cosas: “¿Por qué nunca quieres ir a las fiestas de mi familia?”. La observas de reojo, tentado a ser sincero y darle al menos tres razones. Uno: Porque tu madre siempre me saluda con esa actitud de “mi-hija-merece-alguien-mejor”. Dos: Porque tu padre se empeña en tratarme como a uno de sus empleados y me odia porque piensa que estoy pervirtiendo a su nena, sin imaginar que estás a un grado de ser ninfómana. Tres: Porque tus primos son americanistas y sólo le falta ser analfabetos para estar al nivel de su ídolo Cuauhtémoc Blanco. Sin embargo, te contienes y aduces una mentira piadosa: “porque los sábados son mejores cuando estamos a solas”. Ya en la fiesta no faltará el tío gracioso: “¿Todavía eres escritor o ya tienes un trabajo decente?”. Y beberás un trago antes de responder “por eso me dedico a padrotear chavas guapas, para no tener que trabajar”. Y se reirá como estúpido para luego comentar “¡ya somos dos!”, como si el chiste no estuviera gastado. Si algo abunda en el mundo, dice un filósofo moderno, son “payasos de smoking y ladrones de cuello blanco”.