A Magda le gustan los rituales de belleza. Y entre sus hábitos que enriquecen su hermosura, incluye las artes amatorias. Porque a ella, como a muchas mujeres, el sexo la embellece, con él resplandece.
Ni el más costoso tratamiento hace que su piel se ilumine tan lozana tras una buena sesión cuerpo a cuerpo. Y no es necesario que haya un hombre en su cama. Magda se las arregla muy bien consigo misma.
Como todo ritual, el sexo, aunque en soledad, ella lo construye con ricos preparativos como cuando tiene visita.
Al caer la noche y los sonidos oscurecen al igual que el cielo, Magda va al clóset y elige una prenda de tela suave y lencería que ella llama “amorosa”.
Enciende una vela e inciensos místicos y entra a la ducha, mientras suena en el aire música en francés aunque no entienda el idioma. “Es que es muy sexy”, se defiende.
Y bajo el agua, comienza la mutualidad; esa que hay entre sus manos y el resto de su humanidad. Sus cabellos le escurren en la espalda y los dedos, por su vientre. Luego, bajan a su vellosidad.
Así, suavizando esa zona inquieta, encara la lluvia refrescando su rostro que empieza a ruborizarse por la excitación. Y se detiene.
Entonces, continúa lavando su piel con jabón fragante y usa aceites para dejarla como el terciopelo. Después, su melena.
E impaciente, se enjuaga, pues tiene una cita en el lugar más confortable de la casa. Seca el agua, cepilla su pelo, toma la vela y se va como flotando a la recámara.
Sólo el candil alumbra su lecho y mientras danza esa flama, repta por las mantas para sentir el terso textil por todo el cuerpo, formando montículos que se entrometen en sus oquedales.
Una de ellas, la inquieta, la que punzaba, y aún lo hace, cuando la consintió bajo el agua. Así abre las piernas y arremete contra ese valle que nació por y para ella.
Y otros relieves se restriegan en el colchón cuando Magda comienza a moverse. Se aferra a la almohada y, cachonda, se contonea para recibir al placer.
Pero los pliegues de la colcha ya no son suficientes y hace que el cojín descienda pasando por sus pechos, su abdomen, y sus muslos lo someten.
Ahora, se afianza empuñando las sábanas y comienza a cabalgar… Sube, baja, se desliza, roza… Su pubis colisiona contra el bulto, contundente, insaciable.
Los perfumes del incienso, del aceite en su piel y del champú en su melena se hacen uno con el aroma de su sexo.
Gime y resuella en respuesta a tanta lascivia, y besa y muerde su bíceps como si besara la boca carnosa de su amante en turno. No deja de restregarse.
Sus pezones bien erectos friccionan las telas y esto también provoca la lujuria a borbotones, como su lubricación, que empapa la funda de satín.
Desliza su mano, aprieta un seno y sigue su viaje hasta llegar a su burbujeante hendidura. Su pulgar pulsa el botón y un par de dedos la penetran al igual que un falo ardoroso.
Ella se conoce tan bien, que con maestría, acciona su centro y en un apretón caprichoso, explota y grita plena, gozosa, y luego se deja llevar por el vaivén de la cresta orgásmica, oscilando sobre la almohada.
Magda descansa, suspira y despierta del ensueño sexual para después levantarse de la cama y enfundarse la suave bata y sus amorosas braguitas azul añil…