Es su primera vez. Esa noche, se dejó llevar por ciertos encantos rebosantes de feminidad. Y no precisamente los suyos que creyó conocer tan bien como lo hizo Rita.
A Elena le gustan las nuevas experiencias, mucho más si desafían sus cualidades ya sea en el trabajo… y en el sexo. Es selectiva y no lo hace con cualquiera; le gusta que la seduzcan y cuando lo logran, sabe compensarlo.
Pero ahora el ritual de conquista sería uno muy distinto al que realizan los hombres que la han rondado desde que tenía quince años.
Hoy, a sus treinta, fue hechizada por las manos suaves y labios de terciopelo de una mujer que ansiaba poseerla desde que la conoció en aquella fiesta. Un par de cervezas dos semanas después y con los ojos pactaron tratarse comos diosas una a la otra.
Rita comenzó acicalando el rubio pelo de su invitada frente al espejo del tocador. Las dos observaban sus propios reflejos suspirando en cada cepillada y la anfitriona fue deslizando los tirantes desde los hombros trémulos de Elena.
La blonda descansó su cabeza en el vientre de Rita y ésta le acarició la garganta para luego sujetar su barbilla e inclinarse para saborear su boca entreabierta.
Elena se incorporó y en un abrazo, recorrió su espalda mientras bajaba el cierre del vestido. Se quitó la blusa, el brasier y los dos pares de senos se motivaron entre sí hasta erizar el resto de las pieles e inundar las rajitas con el tibio néctar del placer.
Mirándose una a la otra, Rita pasó una yema por la pantie y remojó la tela en el jugo de la excitación. Elena arqueó el cuello y Rita accedió a la invitación. Metió la mano en la tanga y hundió el dedo, provocando, a su vez, el clítoris con el pulgar.
A punto del desfallecimiento, Elena apresó la mano con los muslos y besó a Rita con ardor, refregando el dúo de tetas contra las de su iniciadora.
En la colisión de sus bocas, la condujo a la cama y Rita cayó encima de ella sin dejar de penetrarla con sus dedos maestros. La cabellera de oro se esparció en la cama como si fuera el aura de las dos.
Elena se revolcaba en las mantas por los tocamientos y Rita gozaba al admirarla. “¿Te gusta?”, le decía a la que yacía en el colchón; “¿te gusta?”, repitió mientras arremetía con lascivia en el coño que punzaba.
Despojadas de las ropas, los cuerpos sinuosos danzaban uno sobre el otro hasta que arribó la primera explosión de la madrugada. Fue igual que cuando conoció el orgasmo nacido de su propia mano a los quince años. Esa noche, otro hallazgo acontecía en la vida de Elena a través de esa deidad de piel trigueña.
Con sus labios, Rita cayó el gemido de su amante y así fue descendiendo por su anatomía para llegar al pubis y beber del río recién vertido por la detonación.
Elena jadeaba impetuosa y ahora ella tomaría el control. Sujetó a Rita y la hizo subir hasta estar frente a frente: “Enséñame”, le pidió arrastrando la voz por tanta lujuria.
Y de esa manera su ahora profesora la condujo en el arte de amar entre dos cuerpos que han creado otra versión de la sensualidad femenina.