“¿Vienes mañana?”, es la pregunta que deja antes de desaparecer, pero la carne es débil y siempre termino entre gemidos, manos tensas y sexo rápido, pero intenso
Esta semana fue de crudas morales marca diablo, pero egos hasta el cielo.
Terminé en la cama con aquella mujer de ojos bonitos, pero de personalidad nefasta. Aquella mujer presumida, egoísta, egocéntrica, pero terriblemente atractiva.
Todo empezó con un inocente ¿nos vemos mañana? La cita fue en el Centro Histórico.
Llegué justo a tiempo y con unas copas encima, pues antes había tenido una bella reunión con mis antiguas amigas de la escuela. Todas ya unas licenciadas, con bolsa en mano y zapatos de tacón.
Al llegar, la vi de inmediato. Se veía bellísima, aunque tuviera la desfachatez de ir en sudadera y tenis.
Después de unos minutos para decidir si íbamos a comer, por un café o por una cerveza, terminamos en un bar coqueto del Centro.
Después, ya con la fiesta encima, nos fuimos a la Roma.
Apenas llegamos al lugar, me sentenció: —Yo me voy a las 12. No le creí, pero cuando llegó la hora ni siquiera dejó que fuera por mis cosas a paquetería. Sólo me dijo “se me hace tarde” y se largó.
Me quedé con mi copa en la mano y la pregunta “¿Te veo mañana?” en la boca. Siempre hacía lo mismo. Maldita mujer.
Finalmente, me regresé a casa y en el camino le mandé un mensaje kilométrico. No la quería volver a ver, era una grosera y no valía la pena perder mi tiempo con ella. Ella sólo me contestó:
—¿Vienes a mi casa?—.
La odié, pero terminé tocando el claxon para avisarle que estaba afuera. Maldita debilidad (o lapso continuo de estupidez).
Al entrar, sacó una cerveza del refri y puso música. Comenzamos a platicar sobre la noche, sobre su actitud y demás tonterías.
Nunca pidió disculpas, pero terminamos en su cama. Dejó que le quitara la ropa y dejé que me quitara la mía. Fue un sexo bastante rápido, rico, sí, pero muy fugaz. De repente éramos dos extrañas con las piernas entrelazadas. Eran más de las cuatro de la madrugada y la cama no dejaba de azotarse contra la pared. Me puse encima de ella y le besé la espalda. Ella sólo se retorció y gimió levemente. Se erizó y puso el cabello de lado, para que le besara la nuca.
Se volteó y abrió despacio las piernas. Me hundí en ella y descubrí que estaba empapada. Lo demás fueron gemidos, manos tensas y respiraciones agitadas.
Así como llegó a su punto clímax, así terminó todo.
Se levantó y comenzó a vestirse rápidamente. Fue cuando supe que era un “ya puedes irte”.
También me vestí en silencio, tomé mis cosas y solté un innecesario “me voy”. Ella sólo me miró unos instantes y me acompañó hasta la puerta , la cual cerró apenas tuve los dos pies afuera.
De repente me encontraba en el patio de unos departamentos desconocidos, en algún lugar cerca de Ciudad Azteca, a las seis de la mañana. Después de una hora de estar perdida y encontrarme con letreros de salidas a carretera, encontré el camino de regreso a casa por gracia divina.
Apenas llegué, me sumergí en la cama, a tratar de subsanar una cruda moral inmensa. Y mi celular tenía un mensaje de la susodicha: “¿Vienes mañana?”.