Querido diario: Creo que, visto desde un punto de vista más lógico, las personas deberíamos preferir la tranquilidad de la soledad por sobre la angustia de llevarnos un chubasco de decepción o quemarnos con el rencor por malas compañías. El despecho puede ser más doloroso que una patada entre las piernas.
Esta noche, antes de volver a casa, tuve una hora física y sentimentalmente descomunal. Luis, un cliente, al que no había visto en años, volvió a contactarme a media mañana y me dijo que era urgente verme. Coger nunca me ha parecido una urgencia, pero hay muchos que le ponen ese aderezo a sus llamadas “Ven cojamos, pues de lo contrario me revienta el corazón, explota una bomba atómica, se cae la bolsa de valores”.
No, coger nunca es una urgencia. De todos modos, por fortuna tenía tiempo para verlo en ese momento. Igual entendí eso de la “urgencia” como su forma de decir que quería sexo y lo quería ya. Vaya sorpresa que me llevé.
Luis estaba deshecho. Me abrió con los ojos colorados y la cara desencajada. En un principio pensé que algo había fumado, hasta que comenzó a llorar. Apretaba los párpados, como queriendo resistirse, pero goterones largos y salados salían de sus ojos enrojecidos como si los exprimiera.
No sabía qué hacer. Me quedé en la puerta. Es muy incómodo ver a alguien llorar, más si es un hombre, mucho más si es un cliente. Él me pidió que entrara. Se secó la cara discretamente, tomó aire y se sentó en la cama.
—¿Estás bien? —pregunté.
Negó con la cabeza e hizo un gesto para que me acercara.
Me impresionaba verlo así porque era un tipo muy serio e imponente, hecho y derecho. Pero estaba despechado. Me contó entonces que hacía unos días, su novia terminó con él. Durante los años en que no nos vimos se había dedicado a construir una relación con ella.
—La mujer de mi vida —dijo, domando su pesar.
Hace unos días, le soltó la noticia: Conoció a alguien más y no había nada qué hacer, se iba y punto. Para siempre y sin posibilidad de reconciliación. Así de crudo y sin anestesia. Cosas que pasan.
Él se quebró de corazón entero. Se había aguantado, varios días sin querer pensar en eso. Sin aceptar que su vida había cambiado, que su rutina no sería la misma, que tendría que extrañar. Se puso a trabajar como loco, trató de mantenerse ocupado, pero hoy reventó.
Salió a caminar y estuvo vagando toda la mañana, hasta que, en un puesto de periódicos, se acordó de mí y su impulso fue llamarme.
—Para arrancarme esto de una vez —dijo con resentimiento. Cuando me vio, asumió lo que había tratado de evadir, de negarse. Todo con ella se había terminado, por eso explotó y me tocó verlo llorar.
Puse una mano sobre su rodilla y la deslicé hacia arriba. Comenzaba a contentarse. Apoyó su cabeza entre mi cuello y mi hombro y me besó lentamente.
Nos desnudamos y empezó el proceso de cicatrización. Seguía besando tan rico como lo recordaba. Su tristeza fue tornándose en excitación. Me agarró por la cadera y me arrancó la ropa interior de un zarpazo. Se chupó dos dedos y me los metió despacito.
Yo mordí su labio inferior y gemí, me coloqué encima y empecé a cabalgarlo, pero él me tomó por la cintura e hizo que nos invirtiéramos. Se alzó de medio cuerpo y se hincó en el colchón con mis dedos apresados entre los suyos. Me causó un espasmo de deseo muy profundo y le pedí más.
Gruñía a medida que me penetraba, una y otra vez. La cama rechinaba y el colchón retumbaba contra la cabecera. Lo apreté con las piernas, sintiendo su pala completa, excavándome. Estaba en trance, volcando sus deseos más oscuros y todo su dolor en placer concentrado.
Su cuello se llenó de venas gordas y prensadas. Alzó una de mis piernas y la apoyó en su pecho. Su pene entró más en mí, con firmeza. Pellizqué mis pezones y junté mis senos para que los lamiera desesperado. Era como una bestia desbocada.
Rodamos nuevamente por la cama y quedamos atravesados en diagonal, hacinados en una esquina del colchón, comprimiéndonos hasta que no pudo más. La intensidad del orgasmo fue tal, que sus ojos se pusieron blancos y luego desfalleció por un par de minutos, buscando bocanadas de aire como si riera y llorara al mismo tiempo. Nos habíamos echado casi toda la hora. Un maratón de máquina.
Finalmente volvió en sí y se recostó de un costado. Yo lo abracé y le di besitos. No me molestaba en lo absoluto ser el vehículo para canalizar su tristeza, dejarla fluir y sanar el dolor, pero sentía la necesidad de decirle algo.
—¿Sabes? En algún momento todos conocemos a una persona que termina hiriéndonos. La idea es encontrar a la que hará que ese dolor valga la pena.
Tenía que dejarla ir. No era suya, nadie es de nadie. Se sosegó un poco. Su proceso apenas comienza y el camino es largo, pero por lo menos dio el primer paso. Maldito despecho.
Un beso
Lulú Petite