De verse diario en el mismo camión, llegaron al altar. Ella tenía 16 y él 21 años. Hasta antes de casarse, nunca se besaron, nunca se abrazaron y apenas una vez se tocaron las manos. Corría en la Ciudad de México el año de 1945.
El destino los unió en San Pedro de los Pinos. Magdalena Díaz de Salas esperaba el camión para ir a la escuela, y de ese que diario pasaba en punto de las 7:00 de la mañana, Alberto Alfaro era el chofer.
“El día que nos conocimos venía lleno y al lado de él había un apartadito. Me dijo que me sentara ahí y así nos empezamos a conocer. Platicábamos de tantas cosas”, recuerda Magdalena sentada junto a su esposo, con quien lleva casada 63 años y contando.
Sentados en el patio de la casa en donde viven, la pareja trae a la memoria los cambios que han visto sus ojos. “Los hombres de antes eran más atentos y educados. Era otro trato el que le daban a una. Ahora veo que las parejas en el Metro van ahí agarradas y abrazadas. Creo que me da más vergüenza a mí que a ellos. Eso no es tenerle delicadeza a uno”, dice Magdalena cuando se refiere a la forma en la que los jóvenes de ahora se expresan amor. Alberto Alfaro, de 87 años, completa la frase. “Los valores en el amor se han perdido. En los jóvenes ya no hay cariño ni voluntad hacia la mujer”.
Cuenta la pareja que en esa época, San Pedro de los Pinos era encantador. Los alrededores de la colonia eran pastizales y ladrilleras, y lo que hoy es el Estadio Azul y el Toreo todavía no existían.
“San Pedro cambió mucho. Antes era un pueblo chico. Era colonia popof, elegantita. Las personas eran muy santurronas y por eso uno se crió así”, cuenta Magdalena, quien afirma que después de las ocho de la noche nadie salía de su casa y andar a esas horas con el novio era impensable. Ni hablar del contacto físico, “te podían tocar la mano, pero nunca me dio un beso en público”.
Su romance fue en un camión y duró un año; se veían a diario, 45 minutos que era lo que tardaba en llegar a la escuela de Magdalena, desde San Pedro de los Pinos hasta el Zócalo. “Cuando ella se subía me sentía bien. Cuando pasaba frente a su casa, tocaba el claxon para decirle que ya estaba ahí”, comenta Alberto, quien nació en 1927.
Después del cortejo, flores y contadas salidas a la nevería El Kioskito, Alberto pidió la mano de Magdalena. Se casaron en una iglesia protestante lanzando arroz, como se acostumbraba en esos tiempos.
Parte importante de la tradición, también era el tamaño de la cola del vestido de la novia, que tenía que ser lo más largo que ella lo aguantara. “Según la cola del vestido eran los hijos que iba a tener. Mi vestido tiene un colón de tres metros. En la foto de novia hasta me da la vuelta. Mi esposo fue el culpable, le dijo a la modista, “hágale una cola muy larga para sobresalir de lo normal”, cuenta Magdalena.
Hoy, Alberto tiene 87 años y Magdalena 81, tuvieron cinco hijos y aunque admiten haber tenido sus bajas, en su matrimonio hubo más altas y mucha felicidad. El destino los unió en un camión, pero ellos supieron encontrarse. “Vives cosas agradables y tristes. Por los hijos hay que respetarnos, vivir por ellos y luchar por ellos. Simplemente es sentir amor por el otro”.