Al final de varios encuentros, ella se quedó a dormir en mi cama, con un cuerpo espectacular y con miradas a los ojos, ambas nos rendimos al placer
La fiera fue dominada. Y yo no podría estar más feliz. Todo comenzó con miradas retadoras, conversaciones calientes en redes sociales, una que otra foto sin ropa y anécdotas acompañadas de un café.
Ella siempre me presumía de sus miles y miles de ligues. De que había hecho tríos o de que había levantado a desconocidas para tener sexo y nada más. Yo callaba y la veía a los ojos.
La escuchaba con atención mientras me platicaba sobre una chica cirquera que viajaba por todo el país y a quien veía sólo cuando visitaba la capital.
Me reía cuando me enseñaba sus aplicaciones para conocer mujeres.
Me reía porque sabía y sé que hay que temerles más a las mujeres que no revelan su pasado, que a las que lo presumen a la primera oportunidad.
Mi silencio extrañamente le dio confianza, porque de repente comenzó a hablar sobre sus cicatrices y sus viejos amores, esos que se guardan en lo más recóndito.
Pasaron unas semanas y dejó de presumirme sus encuentros, dejó de platicarme sobre la chica o chicas que le gustaban y de las personas que la invitaban a salir. Yo sólo comencé a verla más a los ojos.
Pasamos de hablarnos en ocasiones, a platicar todos los días. Yo tenía novia, pero no estábamos haciendo nada malo.
Al cabo de un mes, me dijo que había perdido el interés en salir con las demás, yo le dije que mi relación iba de mal en peor y que acabaría terminándola.
Las cosas entre ambas crecían y una noche salvaje terminamos en la cama.
No estaba acostumbrada a un cuerpo como el suyo. El ejercicio era evidente y, además, era increíblemente sensible. No se quedó a dormir, obviamente. Antes de que dieran las seis se vistió y se despidió. No nos besamos, pero antes de irse ella también me miró a los ojos.
Pasaron los días. Yo dejé a mi novia y ella sus encuentros ocasionales. No es normal que lleve a mujeres a mi casa para sexo casual y menos que las meta a mi cama, porque odio que se queden a dormir; sin embargo, no dudé en invitarla cuando se dio la oportunidad.
Llegó con vestido, tacones y una cara de "la junta duró una eternidad".
No habló, apenas entró tomó la cerveza que yo traía en la mano y se la acabó de un jalón.
Me dio la espalda y se levantó el cabello para que le bajara el cierre del vestido.
Mi piel se erizó al ver lo que llevaba debajo.
Esa noche tampoco se quedó. Se vistió un poco más tarde y parecía no querer irse.
Yo no le dije nada, me remití a verla a los ojos como siempre y me caché pensando en que no quería que se fuera.
Al día siguiente, me sorprendió. Me marcó por teléfono y sólo me dijo: “Voy para allá”. Esta vez se quedó.
Cuando desperté, al otro día, pensé en cómo habían cambiado las cosas desde que la conocí, de cuando solía platicarme de sus encuentros y de cuando aseguraba, orgullosa, que prefería romper corazones a la mala.
Mientras la veía, no podía evitar sonreír por dentro y pensar que la dichosa fiera había sido domada.
El problema es que todavía me pregunto quién de las dos es la fiera.