Benjamín Berrugandi es especialista en protección civil. Ha dedicado su vida a contener riesgos y a mantener a salvo a esta ciudad.
Ahora enfrentaba un caso por demás peculiar. Lo que comenzó como una llamada para controlar una plaga de moscas cuya picadura provocaba un anormal comportamiento sexual, se convirtió en algo más peligroso.
Benjamín no lo podía creer, parecía más la historia de una película de ciencia ficción que la realidad cruda de la Ciudad de México. Pero era así.
No supo bien cómo contestar cuando su superior le preguntó, vía radio, cuál era la situación.
—Pues mire, jefe, el problema con las moscas ya se terminó.
Tenemos un montón de cadáveres de esos insectos en parques del condominio.
—Entonces no está tan mal la cosa.
—Yo no diría eso, jefe. El problema es que antes de morirse, las moscas infectaron a, yo diría, un setenta por ciento de la población del condominio.
—¿Infectaron? ¿Cómo?
—Pues con piquetes, jefe, les transfirieron un veneno muy peculiar.
Hasta ahora le puedo enumerar los efectos conocidos. El veneno provoca:
Alucinaciones leves, aumenta el apetito y la potencia sexual de una manera impresionante e incontrolable, causa falta de apetito y desinterés por las cosas de la vida. En resumen, la infección consume a las víctimas hasta dejarlas sin energía, como auténticos muertos vivientes.
—Eso se oye terrible. Pero al menos son sólo unos pocos…
—Esa es la otra parte: los portadores pueden contagiar a otros y aumentan.
—¿Y cómo ocurre el contagio? ¿Saliva? ¿Tacto?
—Col el acto sexual, señor. Es venéreo.
—Si sale alguno de esos infectados de ahí, estamos perdidos.
—Lo sé señor, por eso activé el protocolo de cuarentena.
Y era verdad. En las últimas horas, Benjamín cerró las entradas al condominio y mandó a todo el personal a ponerse trajes especiales para evitar que el contagio se expandiera a otras zonas de la ciudad.
Ahora lo que tenía por delante era salvar a los que, dentro del condominio, aún no habían sido contagiados.
Solo, como siempre hacía en las misiones más peligrosas, se internó de nuevo en el condominio y trató de pasar desapercibido.
Se negó a usar el traje de protección y confió en sus habilidades de sigilo. Debía hacerlo, porque bastaba que un infectado percibiera a un individuo sano para que se abalanzara hacia él, lo tumbara en el piso y comenzara un tremendo faje que terminaba siempre en un delicioso acto sexual y, por supuesto, en un nuevo contagio.
Al llegar a una esquina se dio cuenta de que no tenía escapatoria. Un extenso grupo de infectados estaban organizando tremenda orgía callejera.
Pero algo era diferente en ellos. Horas después del primer contagio, se les veía agotados y nerviosos, al acecho, como si lo único que pudiera salvarlos fuera un nuevo encuentro sexual aunque, en realidad, cada nueva experiencia les drenaba más la energía. Benjamín notó que esta especie de locura colectiva iba de mal en peor y que conforme la infección avanzaba se volvía más agresiva y más peligrosa. Debía actuar con rapidez.
Pero los infectados lo vieron y no tardaron en perseguirlo. La horda se dirigió hacia Benjamín dispuesta a devorarlo y a hacerlo uno de ellos. Lo rodearon. En otras circunstancias habría pensado dos veces antes de negarse a las apetitosas mujeres que se despojaban de su ropa para ser poseídas, pero esas hermosas piernas y esas tetas perfectas eran una trampa mortal.
Como pudo, saltó la valla de un jardín y entró en una casa que parecía vacía.
Erró en su cálculo, pues la casa estaba llena de gente, pero sintió un gran alivio al darse cuenta de que todos allí adentro estaban sanos y no habían sucumbido a la plaga de la mosca.
Entre ellos estaba Maritza, una vecina del condominio horizontal, bella pelirroja de cuerpo menudo, pero extraordinariamente bien formado que, alguna vez, hace muchos años, fue el primer amor de Benjamín.
—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó ella, con los ojos llenos de nostalgia y de deseo contenido.
—Haciendo mi trabajo, Maritza, pero me da gusto verte de nuevo —contestó él, con su tono serio y su poca agraciada conversación.
Se miraron en silencio unos segundos y luego el deber devolvió a Benjamín a la realidad.
—Escúchenme todos. El resto de sus vecinos sufren una extraña enfermedad que es muy contagiosa. No salgan y no permitan que ninguno de los infectados los toque. Ahora estamos rodeados, pero les aseguro que tendré un plan.
—¿Un plan para qué? —preguntó Maritza, embobada por la gallardía de Benjamín.
—Para escapar.
frase de zona g mujer g y asi como quien dice aqui pura poesia
Chuchito perez