César Olmedo era una persona muy particular. Y no por el hecho de que fuera sordo, sino porque estaba demasiado bien dotado. Con eso nos referimos, claro está, a que tenía un miembro que podría haber competido a nivel internacional.
Y eso, en estado de reposo… porque cuando se le paraba… ¡qué barbaridad!
No por nada lo apodaban “El Paquetón”.
Desde pequeño tuvo algunos problemas por esa particularidad. Ningún pantalón le ajustaba bien y le molestaba mucho correr como los demás niños.
Y cómo no, si en cuanto emprendía la carrera, el pene comenzaba a balancearse como el badajo de una campana. Poco a poco se fue haciendo de cierta fama. Una fama extraña. Cuando se es niño, aparte de la familia, sólo algunos amigos le han visto el paquete a uno. Y así era con César.
Pero los años pasaron y él supo que la vida podría no ser tan fácil como pensaba.
O eso creyó. En cuanto terminó la prepa decidió viajar por el mundo. El problema es que sabía hacer muy pocas cosas. Una noche, en un hotel de Helsinki, descubrió que no tenía nada de dinero. La dueña lo amenazó con llamar a la policía. César quiso detenerla. Le hizo ver que no era mala voluntad la suya y, como muestra, comenzó a quitarse la ropa. Se la estaba ofreciendo a cambio de saldar la deuda, pese al frío que hacía. La dueña, que era una cuarentona bastante guapa, lo observó con cierto descaro; su esposo había salido de viaje hacía ya dos semanas y ella andaba con urgencias en el cuerpo. Así que no estaba mal echarse una cana al aire.
El grito que pegó la mujer cuando César se quitó los calzones lastimó los oídos del mexicano sin que él se diera cuenta. Apenas un segundo después, la hermosa finlandesa estaba hincada frente a él, con la blusa hecha jirones para poder poner toda la erección de César entre sus tetas.
Evidentemente, no cabía. Por eso, utilizó la lengua para recorrer toda la carne que sobraba. Entre el bamboleo de las tetas de la finlandesa y las lamidas que le propinó, César estuvo a punto de terminar. Por fortuna, ella se detuvo a tiempo y se volteó para que él la penetrara.
Era César quien estaba perdiendo su virginidad. Era ella quien soltaba gritos desaforados cada que César ensartaba más profundo su enorme mástil.
Y, a cada grito, César perdía un poco más de su oído.
Sobra decir que la noche fue placentera… pero también dolorosa. Las mujeres podrán decir lo que quieran sobre el tamaño, pero cuando éste es excesivo, también puede lastimar. Y justo eso le pasó a la finlandesa que, al otro día, con sus orificios irritados, lo menos que quiso fue repetir la follada con César. Eso sí, le perdonó la cuenta del hotel y hasta le dio algunos dólares para que llegara con bien a donde quiera que fuera.
Así fue como César Olmedo, mejor conocido como “El Paquetón”, supo que podía vivir bien la vida si aprovechaba el enorme atributo que cargaba entre las piernas. Eso sí, tendría que aprender a dosificarlo.
César comenzó a repetir el truco con cuantas mujeres se cruzaban en su camino. Ninguna se resistía a la tentación de tener ese enorme paquete entre las manos, primero. Parecía que necesitaban sopesarlo. Acariciarlo todo para comprobar que era verdadero. Y, mientras lo hacían, el miembro crecía, se iba hacia arriba. Eso generaba un nuevo impulso: el de comprobar qué tanto de ese magnífico manjar les cabría en la boca.
César aprendió a controlarse. Incluso, se negaba a tocar a las mujeres.
Vio desfilar frente a él decenas de tetas, nalgas suculentas, los muslos más brillantes del mundo, sin atreverse a tocarlos. Sabía que, de dejarse llevar por sus pasiones, acabaría casi de inmediato, sin penetrar a la mujer en turno, y eso las haría decepcionarse. Una cosa es tenerla bien grandota y otra, muy diferente, saberla aprovechar.
Así que César utilizó ese viaje de varios meses para aprender a hacer gozar a las mujeres. Y vaya que lo logró.
Fue tanto su éxito que pronto se volvió famoso. El problema fue que Lourdes Béjar lo descubrió pronto. Ella regenteaba un table dance para mujeres. Quería que César trabajara para ella, pero sabía que no tenía nada que ofrecerle. Así que lo hipnotizó para ponerlo a sus órdenes.
César no se podía quejar. Follaba a diario con las mujeres más suculentas del mundo. Aun cuando no lo hacía por deseo, sino por interés.
Un día Lourdes lo mandó al Condominio Horizontal. Ahí descubrió a Nidia Nadia Malpica y, sin saber lo que hacía, la penetró por atrás. Cuál no sería su sorpresa cuando descubrió que lo estaba disfrutando mucho.
Vio desfilar frente a él decenas de tetas, nalgas suculentas, los muslos más brillantes del mundo, sin atreverse a tocarlos. Sabía que, de dejarse llevar por sus pasiones, acabaría casi de inmediato, y eso las haría decepcionarse.