Benjamín Berrugandi conoció a Maritza, su primer y único amor, en la universidad, de la forma más peculiar. Él, con tal de pagarse sus estudios, decidió que iba a ofrecer servicios domésticos pues era lo único que sabía hacer.
Desde niño, ayudó a su mamá a trapear y barrer, a lavar los trastes y a planchar. Se volvió tan hábil que, muy pronto, su mamá apenas tenía que mover un dedo. Benjamín tenía la casa lista y brillante antes de que saliera el sol. Así que cuando creció, se dio cuenta de que sólo podría pagarse sus estudios trabajando de algo que conocía.
La cosa no fue fácil. Nadie confiaba en un muchacho veinteañero para que les hiciera la limpieza de su casa. Antes que a él, contrataban a señoras o señoritas calladas que daban la pinta de ser buenas para el aseo.
Sólo una señora le dio a Benjamín el voto de confianza pues estaba cansada de que ninguna de las personas de servicio doméstico hiciera el quehacer exactamente como ella quería.
Su nombre era Rosa y tenía una casa enorme en el Pedregal. En su primera semana de trabajo, Benjamín fue tan eficiente que la señora Rosa no podía creerlo. Benjamín acabó en la mitad de tiempo de lo que era normal, no se quejó ni una vez y en una sola mañana entendió todo lo que la señora quería y no quería del aseo.
Y entonces, una mañana de aquéllas, Benjamín entró a barrer una de las habitaciones superiores y encontró a Maritza, una joven preciosa, menuda, trigueña y con un cuerpazo lleno de pecas, dormida sin ropa, apenas cubierta por una sábana.
Benjamín se quedó ahí, de pie, admirando esa belleza sin poder hacer ningún movimiento:
—Es hermosa, ¿verdad? —escuchó una voz a sus espaldas. Era la señora Rosa, que admiraba también, pero con cariño filial, a su pequeña princesa.
—Sí, lo es —dijo Benjamín, sin darse cuenta de que su patrona lo observaba con malicia.
—Es mi hija, acaba de regresar de un viaje por Europa. Ni se te ocurra acercarte a ella, ¿me oíste? —le advirtió la mujer, antes de tomarlo del brazo y sacarlo de la habitación.
Pero la atracción, cuando es mutua, no hay quien la pare. Y Maritza no tardó en descubrir a Benjamín y en sentir un gran deseo por él. No sabía por qué, pero le gustaba ver cómo el muchacho barría, trapeaba y fregaba los pisos, le parecía tremendamente excitante.
De las miradas pasaron a hablarse un poco, cuando se encontraban por accidente en los pasillos de la casa, aunque Benjamín trataba de no hablar demasiado con ella pues la señora Rosa siempre estaba por ahí, vigilando, y él no podía permitirse perder su trabajo.
Y las cosas pudieron haber seguido así hasta que, una tarde en que la señora Rosa había salido, Benjamín decidió limpiar el baño de la habitación de Maritza, al cual casi nunca entraba para evitar las tentaciones. Él creía que estaba solo en la casa, que la chica había salido con su madre. Así que preparó la cubeta con limpiador y ya estaba a punto de tallar el excusado cuando escuchó una voz a sus espaldas:
—Te ves muy bien cuando limpias —dijo Maritza, que estaba ahí, de pie, con cara de dormida, enfundada en un camisón de seda que le llegaba a las rodillas. Tenía unas piernas preciosas y uno de los tirantes se había caído, dejando ver un hombro que Benjamín podría haberse comido en ese momento.
—¿No dices nada? ¿Te doy miedo? —dijo Maritza, cuando se dio cuenta de que Benjamín la miraba sin poder decir una sola palabra.
—Está bien si no dices nada, yo ya sé lo que quieres —concluyó y se sentó en el mueble del lavabo, abrió las piernas y, muy despacio, se subió el camisón hasta que fue visible el pelaje suave de su entrepierna.
Puso ahí sus dedos y abrió un poco la hendidura para que Benjamín pudiera ver que estaba húmeda y que su interior rosa pálido lo esperaba con ansias.
Benjamín se puso de pie y sintió como le dolía la erección, atrapada en sus pantalones.
—Si quieres hacer esto, yo que tú me apuraba, mi mamá ya va a llegar —advirtió la chica. Uno de sus pezones ya sobresalía del camisón.
Benjamín se acercó y se besaron.
Ella desabrochó el pantalón de él y así, ella sentada y él de pie, juntaron su sexo hasta sentir que uno se hundía en el otro, en una unión cálida que en cinco minutos los tenía jadeando de placer.
Ella mordió el cuello de él y él acarició con la lengua las tetas de ella mientras la penetraba ardientemente, sosteniéndola de las piernas.
Benjamín nunca imaginó que esa misma mujer, veinte años después, sería su perdición.