Del bar al hotel

Sexo 08/06/2016 05:00 Srita. Velázquez Actualizada 05:04
 

No me lo esperaba. La había visto caminar por el cuarto piso con sus piernas flacas, flacas y su cabello  ocultando unos ojos que miraban siempre el suelo. Su silueta delgada entraba y salía rápidamente de las juntas para dejar sigilosamente unos papeles.  Ella no lo sabía, pero su presencia siempre me hacía prestar atención y levantar mi vista del celular. 

De repente, comenzaron las pláticas por Facebook. Primero algo casual y cortés de vez en cuando, casi siempre cosas de la oficina. Luego el tono subió poco a poco, hasta que los mensajes comenzaron a tornarse en invitaciones... coqueteos... indirectas... 

Perro que ladra o no muerde o te arranca el brazo de una mordida. 

Una noche accedí a salir con ella porque supo exactamente lo que tenía que decir: “¿Qué, tienes miedo?”.

No lo dudé. Creo firmemente en que esas invitaciones son las que hacen que la vida valga la pena. Salimos del trabajo ya cuando la noche estaba en su apogeo. Me esperó sentada en las escaleras de un banco. Cruzadas sus piernas y con el cabello cubriéndole la cara. Ella es de esas chicas que usan falda, pero con botas Dr. Martens. No habla mucho, lo suficiente y con quien vale la pena. Sus gustos no son comunes y tal vez entre sus temas de conversación haya nombres que jamás habías escuchado en la vida.

Caminamos por la Alameda y  pasamos a lado del Palacio de Bellas Artes cuando las pocas parejas que quedaban ya se dirigían al Metro o al fin del mundo, no sé. 

Me llevó al bar más apestoso y rancio del centro histórico: era bellísimo.  Mesas de plástico y manteles con su propia colección de manchas sospechosas en medio de efigies de toreros, pinturas al óleo viejísimas, una rocola con discos de Selena, Óscar D’León y un mesero de los de antes: con corbata de moño y el peinado de Benito Juárez. 

En el baño de mujeres, un anciano se asomaba a los cubículos. Después de mi crítica mental sobre su probable perversión,  mi corazón se enterneció con la que tal vez fue la escena más hermosa y romántica del mundo:  el anciano no espiaba a nadie, ni siquiera estaba confundido o ebrio. Después de asomarse, estiró la mano y ayudó a una sombra bajita y encorvada a salir del baño. Una silueta un poco jorobada y torpe: su esposa, una mujer con el cabello ya blanco y mirada perdida por el probable abuso del alcohol.  Los ancianos eran como una pareja de adolescentes en su primera borrachera. En ese momento me sentí extasiada. ¡Estaba en el mejor lugar del mundo! 

Desafortunadamente avanzó la noche y nos alcanzó la ley seca. Salimos de aquel paraíso después de tres bolas de cerveza oscura. 

La calle, solitaria y oscura, no nos parecía insegura. Todo era muy “under” como para que nos atemorizara la calle de Madero a las dos de la mañana. No sé cómo, pero terminamos buscando un hotel. 

 En la habitación todo era muy... ella. Su ojos somnolientos, rojos... y su risa. Las bocanadas de humo que exhalaba y que perfumaban el diminuto cuarto. Platicamos y nos acostamos una al lado de la otra. Justo cuando creía que tal vez yo estaba confundiendo una simple amistad, ella apagó la luz  y la besé. La besé porque sabía que era lo único que faltaba. 

Amo cuando el sexo es escandaloso y rudo, cuando tus ganas de coger sobrepasan el sentido común, cuando lo único que importa es tocar, tocar y nada más. Su delgadez se acoplaba bien en mis manos. Y sus besos mareaban lo justo. 

Mi cabeza y mis labios le escribieron cosas en su vientre y en los huesos de su cadera. La llené de besos desde el cuello hasta donde comienzan sus piernas. Esa noche  memoricé las sombras que se le hacen en los recovecos del cuello y sus cicatrices en las muñecas. 

Extrañamente terminamos abrazadas. No nos cubrimos. Nos dormimos temblando de frío, pero cómodas. Descubrí que ella tiembla cuando se empieza a quedar dormida. 

En la mañana no pude evitar mis ansias de cama ajena y huí a mi casa, no sin antes despedirme y explicarle que tenía cosas que hacer. No mentía. Aunque me  sentí una patana, mientras caminaba a las ocho de la mañana por el metro Hidalgo estaba feliz de que no tenía ni un rastro  de cruda. 

Al día siguiente me la encontré en la oficina. Lucía igual que siempre. Pálida, enigmática y extraña. Demasiado diferente. 

 

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