Aunque no teníamos nada en común, sentir cómo escribía cosas con sus dedos desde mi nuca, logró que me entregara perdidamente a ella
La diversión nocturna es la más destructiva y no siempre la más placentera.
Después de una semana de inscribirme y descargar al menos tres aplicaciones gays, llegué a la conclusión de que si buscas sexo, no hay nada como conocer a alguien en persona y si es en la noche, mejor.
Cuando se trata de conocer a alguna chica por internet el panorama es desalentador. Las chicas con cuerpo perfecto, 1.80 de altura y magnífica personalidad te dan tres minutos de su atención y pasan de largo. Las demás me sobrepasan en edad y, por su descripción, parece que andan en búsqueda de esposa.
Contacté al menos a cuatro. Una contadora, una chica de 19 años, una estudiante de Relaciones Internacionales y una chica que venía de Manzanillo y visitaba la ciudad una semana para ver a sus padres. Obviamente la que venía de visita me llamó la atención.
Conversamos primero por horas en el celular intercambiando las preguntas de rigor.
Resultó que no teníamos nada en común. A ella le gustaba la música coreana, los videojuegos y la salsa. A mí no me gusta bailar, detesto el coreano y no he tocado un videojuego desde que dejaron de “visitarme” los Reyes Magos.
Aunque teníamos muchas diferencias, me animé a invitarla a tomar un café. Me atraía la idea de que sólo estuviera de paso, por obvias razones. Y no me equivoqué.
Aunque teníamos la misma edad, ella era como una niña. Cuando llegamos a una cafetería muy sencilla pero romántica por la colonia Roma, ella pidió un frappé con crema batida y un panqué de chocolate. Yo pedí un té verde que me hizo sentir terriblemente vieja.
Descubrí que lo único que teníamos en común era el gusto por escribir. Resultó ser una apasionada de la poesía e, incluso, se sabía de memoria versos completos de Sabines y Benedetti.
Todo el asunto era tan perfecto que apestaba a amor, así que me acerqué la taza para evitar ese aroma y oler el té verde.
Después de esa cita tan romántica no pensaba en llevármela a la cama, lo juro, y menos me imaginé que ella terminaría invitándome a la casa de sus papás.
Era como volver en el tiempo y regresar al “Tengo casa sola” tan común en la preparatoria y universidad.
Llegué a la casa de su familia. Era adorable. La sala estaba atiborrada de portarretratos.
Había cuadros de distintos tamaños acomodados por dimensión cuidadosamente y con fotos de ella en diferentes etapas de la infancia. En todas lucía un uniforme distinto. La vitrina estaba llena de copas y se asomaba una colección de botellas en la parte de abajo.
Sobre la mesa yacían tres libros de poesía y dos videojuegos. Me pareció muy cómica la combinación. Al fondo de una sala diminuta había un grabado de La Útima Cena que ocupaba casi toda la pared. Creí que me invitaría de alguna de las botellas, pero no fue así. Me dijo: “Ven”. Y yo, por obvias razones, fui.
Su cuerpo era sumamente frágil y su piel se le enchinaba cada vez que pasaba mi aliento por su cuello. Su cabello chino me hacía cosquillas en la cara. Recuerdo que me besó detenidamente el vientre para después pedirme que me diera la vuelta y recorrer mi espalda. Podía sentir cómo escribía cosas con sus dedos desde mi nuca. Me enamoré perdidamente en dos minutos.
En el Día del Amor y la Amistad, me mandó una foto de Manzanillo, su pequeño departamento y su colección de libros acomodados junto a un Xbox. Yo le mandé la foto del atardecer en Reforma y le pedí que no olvidara traerme un llaverito cuando regresara.
Sí, la diversión nocturna es la más destructiva, pero el amor (aunque dure dos minutos) siempre será el más placentero.