El frío me erizaba los pezones, pero el roce de mi blusa reforzó la erección por la falta de brasier que con toda intención “olvidé” en casa, mientras, nerviosa, esperaba a Hugo, que en cualquier momento saldría de ese portón.
Frente a su casa y sentada en una banquita con dos vasos desechables llenos de café calentándome las manos, lo observaba encantada acercándose hacia mí, alegre, campante y más gallardo que la última vez que nos vimos.
El abrigo le ceñía bien el cuerpo y los anteojos de pasta enmarcaban su cara sonriente y chapeada por el invierno que lo hacía ver más elegante, y al Centro Histórico, más romántico a las 8 de la mañana.
Se inclinó, me dio un beso en la mejilla y sentí la suya alfombrada de una barba tupida y apenas crecida, para luego encaminarnos hacia el puesto de periódicos y de ahí al Popular, donde nos dimos un buen desayuno y mejores besos.
Salimos satisfechos de alimento, mas no de deseos, y a pesar del sol radiante que pegaba en la plancha del Zócalo, necesitábamos otro tipo de calor; entonces, mejor regresamos a su casa para guarecernos de esos siete grados inclementes.
Qué lindo entraba la luz matinal en esos portentosos ventanales, y en la pulcritud de un sillón, una manta pachoncita invitaba a entibiarse debajo de ella. Nos quitamos los abrigos, nos servimos más café y reposamos en el mueble.
Sin zapatos y con los pies en el asiento, nos acurrucamos mientras él tendía sobre los dos la cobija afelpada y alcanzaba las tazas de la bebida caliente. Nos miramos uno al otro un tanto retraídos y volvimos la vista a nuestros recipientes. Seguíamos con frío.
Y rematando a sorbos el café, Hugo escondió su mano derecha entre mis piernas debajo de la manta. Mis jeans de tan ajustados parecían otra piel y la sensibilidad estaba a tope, así que dejé la taza en la mesa e hice lo mismo entre sus muslos.
El calor iba irradiando, y como punto de partida, nuestros sexos, para luego transitar por todo el cuerpo.
La calidez reconfortaba y su mano me inquietaba; la mía excitaba su centro y su pene despertaba del letargo friolento. Así fue como, a ojos cerrados, nos quitamos la ropa sin descubrirnos de entre la frazada suave y peluda como si pudiéramos estar expuestos a un ventarrón. La fina tersura del textil y la desnudez de mi amante crearon un resguardo de ensueño.
Desbordados de caricias y toqueteos adormilados, nos recostamos en el ancho sofá sin que el forro acolchado dejara de envolvernos. Y dentro de la sensual franela, Hugo, al fin, lamió mis tetas bien erectas.
Pero el espacio fue insuficiente y, enrollados en la manta y con sus dedos hundidos en mi centro provocando mi humedad, nos fuimos a la cama y nos metimos en las sábanas… Un habilidoso movimiento bastó para atraparme con sus brazos, deslizar su falo en mi entrepierna y consentirse para emprender la embestida.
Un grito seco salió de mi garganta al incrustarse en mi vagina, y yo sólo veía el espacio blanco y rugoso que nos protegía del exterior. Lo apresé con mis piernas que se enredaron en el textil crujiente y Hugo aceleró el vaivén más cachondo y libidinoso.
Éramos como un capullo amoroso en el que la tibieza nacida de los cuerpos incitaba a seguir copulando sin parar, mientras, allá fuera, la gente podría envidiar nuestro idilio en pleno miércoles invernal.
Entonces, como si fuera un pedestal sosteniendo una gran carpa, se hincó sobre mí, y yo sin dejar el encierro, me rendí ante su miembro y comencé a chupárselo.
Hugo arqueaba la cabeza, gracias a mi oral hambriento y con su rostro cubierto por la sábana, succionaba el textil en cada jadeo, hasta que un chorro espeso invadió mis labios, y dejé que, libre y cálido, corriera por mis senos.
Y así, revolcándonos dentro de esas sábanas limpias y fragantes, se nos fue el mediodía, que aunque soleado, tiritaba de frío.