Cumplimos nuestros antojos

Sexo 02/03/2016 05:00 Anahita Actualizada 05:00
 

Después de un baño caliente en el que el jabón de miel sobre el cuerpo invocó al relax, me unté el aceite de jazmín que acababa de comprar y me puse la batita de satín nueva para ir a dormir. 

La suavidad de la tela, el aroma de la esencia y su potente don afrodisíaco, así como el masaje espontáneo que mis manos me brindaron a través del óleo recién estrenado, me incitaron a algo más que al descanso y supe que a ese ritual le hacía falta rematar con un consentimiento aún más íntimo.

Ya frente a la cama e invitada a meterme en la sensualidad de sus entrañas, empezó una comunión entre el lecho de tersas sábanas y mis caprichos. Así, me introduje sigilosa disfrutando palmo a palmo los textiles que por la mañana había perfumado, como entregándome a los brazos de un hombre y frotarme con su piel; la mezcla de fragancias invadió el cuarto y el erotismo a mi cuerpo.

 Dentro de ella, el lazo de la bata se desató como con vida propia y dejó abierta la prenda, permitiendo que las telas nocturnas acariciaran mis pechos, mi pubis, mis muslos.

Esa marea egoísta no permitiría que saliera tan fácilmente de ahí; mi cama era un ente posesivo que cada vez, más y más, engullía mi anatomía, me devoraba.

Mirando al cielo, con las piernas abiertas y amasando mis senos, cadenciosamente comencé a frotar mis nalgas en el colchón. Una oleada de placer inició el viaje por la carne circundante de mi sexo, provocando contracciones en mi vientre como un motor que está por arrancar.

Pausada, pero con ansias, mis dedos navegaron de norte a sur, del este al oeste de mi dermis, arqueándome de gozo, mientras la bata se perdía en el oleaje y mi conciencia en el frondoso deleite. 

Sin pensarlo, me encontré boca abajo aferrándome a los pliegues y mi voz se filtraba en la almohada, acallando mis gemidos; era tal el regocijo, pero tan pocos los recursos para satisfacer los sentidos, que hice que el cojín se deslizara hacia mi centro y lo atrapé con mis piernas, y entre ellas, inicié la cabalgata. El roce constante de mi clítoris en el bulto detonó el orgasmo que cimbró mi regazo, para después despojarme de todo cansancio por la voluptuosa travesía. Liberada y más sexy que nunca, tomé el celular y mandé un mensajito:

“¿Quieres venir a mi cama?, que aún está ardiendo y yo también”… La respuesta no me hizo esperar más que un par de minutos.  Para el recibimiento, mi piel desgastada requería de otra capa del rico aceite, busqué la bata rosa entre las mantas y la coloqué sobre mi cuerpo emocionado como si aquí no hubiera pasado nada.

Ahora, deseaba que pasara todo con ‘O’, quien llegó a la media hora aquella madrugada. Mi cama agitada por la contienda describió los ardores previos entre ella y yo, resultando un tremendo excitante para él, que comenzó a quitarse la ropa después de aventarme al colchón y yo haberlo besado frenéticamente. Sobre las sábanas  me apresó con sus músculos, y tras la fricción de las pieles, más besos, mordidas y gemidos, se clavó en mi vagina intempestivo y yo atrapé sus caderas con mis piernas como lo hiciera momentos antes con la almohada. 

Volví a cabalgar, a aferrarme al objeto de mi nocturnidad y al sexo del hombre que vino a terminar lo que yo había comenzado.

 Mi cama revolcada, nuestros orgasmos cumplidos y los derrames vertidos en las mantas, humedeciendo la batita de satín rosado, fue el sexual recuento de los hechos.

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