Su cumpleaños fue el motivo ideal para terminar de conquistar a Ernesto.
Caminando por la calle, mis planes iban tomando una forma verdaderamente especial: dentro de una bolsa, yo llevaba el armamento pensado para esa noche.
El mensaje era claro y sin lugar a las sospechas: “¡Felicidades, guapo! Ahora a mí me toca invitarte a cenar”, y después de un par de minutos, ya tenía la respuesta a mi favor plasmada en la ventana del Whatsapp, donde se enlistaban varias fotos “porno” de mí desnuda en posiciones sugestivas que yo le había mandado anteriormente.
Citado a las 8 de la noche en el restaurante de un lindo hotel, me alistaba para salir, no sin antes haber reservado una de sus habitaciones. El perfume que lo hechiza, la diminuta lencería que me había obsequiado algunos días atrás (“para que te la pongas en un momento especial”), zapatos de tacón bien altos y un vestido corto de terciopelo que azulaba de tan negro, embarrándose en mi cuerpo.
Manejé nerviosa pero decidida hacia la cita, mientras sus mensajes vibraban en mi celular: “Voy saliendo de la oficina”, me avisaba y el corazón me rompía el escote, a la vez que hacía sonar el claxon como si el hecho fuera a sacarle alas al coche.
Ya en el restaurante, le dije a la anfitriona que le hiciera llegar un recado en un papel enmarcado con mis labios ahí tatuados: “Te espero en la 601” se reflejaba en sus pupilas cuando se sentaba en la mesa. Me contó que de inmediato tomó el saco que había posado en el respaldo, haciendo tambalear la silla, y se encarreró al sensual destino.
Dejé la puerta entreabierta como mi boca tomando ese vino que nos gusta tanto. En penumbras y frente al ventanal cuya panorámica daba una luz espectacular de la Ciudad de México, de pie reposé sobre mi brazo contra el cristal mientras bebía y mis latidos me sacudían inevitablemente.
Y poco a poco, su silueta fue apareciendo sigilosa y expectante. La mía, dibujada en el mirador deseándole las buenas noches y un feliz cumpleaños.
“Ufff…” exclamó y lentamente se acercó, le di su copa y sin dejar de mirarlo retrocedí hacía la cama amplia y sin mácula.
Al lado de ella, había una pequeña lámpara flexible, y como un teatral reflector, hice que alumbrara el centro del regazo, donde, felina, gateé para sentarme sobre mi pierna derecha, al tiempo que la falda se deslizaba más arriba de los muslos sin medias.
Dejé la copa y la función apenas comenzaba. Él, sentado en el sofá y aflojando su corbata, contemplaba un espectáculo que instintiva ejecuté; mi ardor estaba a punto y así metí la mano entre mis piernas, mientras la otra acariciaba mis senos sobre la tela y lo miraba posesa del deseo.
Me incorporé, y de rodillas y con los muslos tensos, seguí tocándome. Mis nalgas también fueron un lugar recurrente, en el que mis palmas viajaban trazando los montes por encima del vestido cómplice de mi lujuria. Y Ernesto también empezó a masturbarse.
Su mano sobaba su falo por dentro del pantalón y entrecerraba los ojos, pero cuando los abrió, yo ya estaba con un dedo escondido en mi carne mojada, y como telón, el lienzo aterciopelado y tirante por mis rodillas en compás.
Mi cuello se arqueaba cada que mi índice tocaba mi botón y ya me había sacado una teta del escote que amasaba con obscenidad. Mi hombre, empuñando su pene rígido, presintió la expulsión e impulsivo se quitó la ropa.
Yo me subí el faldón y le dejé ver la tanguita que él sólo conoció en el empaque.
Con la tela arriscada en mi cintura, me acosté para continuar el deleite en solitario aunque preparada para el recibimiento. El reflector hacía destellar más el textil oscuro. Desnudo y como un tigre, se arrastró por el colchón y chupó mi coño con efusividad.
Su lengua hurgaba entre el encaje y mi vulva; el pequeño vestido se aferraba a mi cuerpo, sus manos se aferraban a él como el fetiche perfecto para el encuentro y mis tacones como agujas se enterraban en las mantas.
Reptante llegó a mi boca y haciendo a un lado la tanga, me incrustó su miembro. Cada embestida, un fuerte resuello de macho en celo. Cada ensartada, mi gemido con una risa engreída.
Mi cinismo lo excitaba a tope como mis talones empujando su trasero para que no dejara de hundirse en mi centro, hasta que el empellón definitivo provocó el derrame, mientras las pulsaciones fálicas retumbaban en mis adentros.
Expiramos de tanto delirio; su leche se vertió entre mis piernas, el vestido, la colcha, y nos abrazamos besándonos jadeantes como si esto apenas comenzara… otra vez.