La brisa alborotaba su camisa. Recargado en la barda del malecón habanero miraba el ocaso sin saber que a unos metros yo observaba su contemplación.
Discreta, me puse a su lado imitando su admiración por el sol que siseaba en el mar y lo vi de reojo; risueño, volteó para reconocerme. Hacía tanto que no nos reuníamos, que se me abalanzó con un apretón cuerpo a cuerpo, plantándome un beso en la boca.
Su calor y la fuerza de su abrazo chocaron en mi pecho como esas olas impactando en el cemento enlamado y el olor del chocolate que Félix degustaba se mezcló con el aroma a jazmín que mi piel rebozaba.
Cómo extrañaba a ese mulato que hace años conocí en Coyoacán cuando fotografiaba la urbe chilanga. El artista de la imagen me tomó unas instantáneas y cautivó mi corazón.
Tomados de la mano, caminamos, mientras me convidaba de su golosina desde su mano y luego a través de su boca. La pasión de aquellos días en mi tierra empezaba a fraguarse en la suya. Pero antes, nos dirigimos a donde había adquirido el manjar.
El Museo del Chocolate fue la primera parada y compramos provisiones para después irnos a tomar unos tragos donde Benny Moré sonorizaba el encuentro. Y nos mirábamos largamente a la vez que bailábamos despacio y amorosos.
Su mano se deslizó desde mi cabellera, hasta mis caderas y se estacionó ahí para no soltarme pieza tras pieza en libre cadencia. Mi rostro en su pecho descubierto tampoco se movió sin importar que los hielos en los vasos se diluyeran en nuestras bebidas que apenas habíamos probado.
“¿Cómo fue?”, me preguntó, a lo que sólo respondí con un suspiro; su corazón latía retumbando en mi mejilla y me pegué a él aún más para saborear su piel oscura. Pasó saliva y detuvo la danza, le dio un buen trago al ron con cola y pagó la cuenta.
Así nos fuimos al hotel donde me hospedaba y ya en el cuarto, dejé mi bolsita llena de bocados dulces en el buró, saqué uno e hice lo mismo que él conmigo en el malecón, deleitó a ojos cerrados y me besó ardiente, mientras nos quitábamos la ropa. Moré volvió a cantar.
El baile indicaba cada toque y los besos mutuos sin dejar pasar zona alguna; los roces se incrementaban en intensidad y de pie en un rincón de la recámara me recorrió completa. Mis senos erizados le dieron de comer, mi cintura trémula soportaba sus palmas y las mías se resbalaban en todo lo que estaba a mi alcance al tiempo que yo jadeaba expectante de cuál iba a ser su siguiente acción… Su lengua en travesía llegó a mi pubis y mis piernas temblaban conmocionadas.
Hincado, bebía mi jugo y me amasaba las nalgas provocando mi orgasmo; se levantó y, frente a frente, metió sus dedos en mi carne meneándolos para que la detonación se diera sin perdonar mi desfallecimiento. Gemí enloquecida en su boca y excitado chupó su anular mojado.
Cuando recuperé la conciencia, lo jalé hacia la cama y lo tumbé para devorar su falo supurante no sin antes darle una mordida al caramelo que dejamos inconcluso. Un jarabe exquisito nació de mi boca y cubrí con él su obelisco.
Aferrado a las mantas, se contorsionaba y miraba mi deleite, mientras el ventilador refrescaba los sudores; limpié su miembro con mis labios y coloqué un condón a la vez que yo hacía dulcemente el recuento de cómo nos habíamos conocido.
Escalé su cuerpo de colinas morenas y lampiñas, y después de repasarle mis pezones en su boca, me monté en su bajo vientre y mi hueco comenzó a buscar su pene para clavarme y apretarlo en mis adentros. Mi cabalgata coincidía con “la impaciencia de tanto esperar” que el cantante cubano nos confesaba.
El rechinar de nuestro lecho nos incitaba a que el sexo, que empezó cadencioso, fuera duro y agresivo; los ahogamientos retumbaban en las paredes y la braveza del océano se recreaba en ese cuarto; los desgarres de las pieles se volvieron obsesivos y la erosión de ambos centros inducía al enardecimiento.
La locura impedía que se viniera; él quería seguir gozando dentro de mí, así que, de vez en vez, detenía mis caderas, hasta que, tras un ritual largo y apasionado, reventó de placer, sintiendo sus pulsaciones orgásmicas en mi vagina.
“Y te encontré” sonaba en el ambiente; los dos, en flor de loto, nos abrazamos y sin dejarlo escapar de mi núcleo, él alcanzó la bolsa de papel, sustrajo un chocolate y admiramos nuestros rostros, mientras comíamos y sonreíamos, prometiendo vernos otra vez.