E l clóset desbordaba atuendos dignos de lucirse en citas memorables, aunque la de ese día merecía uno en particular.
A ‘M’ le encantaba verme enfundada en piezas diminutas, y la ideal se asomaba entre la ‘sección’ de prendas sugestivas: una minifalda de cuero parecía que me hablaba para convertirse en la cómplice estelar.
Se me hacía tarde, así que entre la crema corporal, el secador de pelo y demás detalles preparándome para la acción, corría de un lado a otro en la lencería púrpura con filos de encaje negro que él me había obsequiado; tomé la falda, las medias de red y un suéter ajustado de suave casimir, afianzando el sexy conjunto con unas botas altas que iban acorde con mi pequeña secuaz. Listo, su coche estaba en mi puerta.
Dejando la prisa colgada en mi casa, abrí la puerta del copiloto simulando pasividad, pero delatando mis ganas de pasarla bien. “¿Cuánto me cobras?”, me preguntó bromista antes de darme el beso de bienvenida, frase que, confieso, comenzó a prender mi lascivia. Le agarré el paquete y mordí sus labios, rematando con un “pon el precio, que contigo me persigno”.
El cachondo conductor tomado del volante, observaba el camino y veía la mini de manera intermitente. La vestimenta había surtido efecto, además del breve frotamiento que hice entre sus piernas, y mientras yo encendía un cigarro, me dijo que si de él fuera, me cogía allí mismo, pero la reservación del restaurante no la íbamos a desaprovechar.
Discreta, noté que miraba mi trasero cuando nos dirigíamos a la mesa, motivo por el cual hizo que mis nalgas se enorgullecieran ante sus ojos a la vez que pasaba mi mano sobre una de ellas, invitándolo a contemplarlas mejor sin importarme la presencia de los comensales; el juego nos calentó aún más. Ya sentados y ordenando los tragos, ‘M’ deleitó el material de la mini por debajo del mantel, desviando sus dedos hacia las medias caladas y susurrándome al oído que yo había hecho la elección perfecta.
“Tú sabes darme lo que me gusta”, me dijo entre dientes como intentando contener su lujuria y volteando a todos lados.
Ante tal indiscreción, entre sorbo y sorbo de mi gin, me levanté un poquito de la silla y alcé la falda lo suficiente para que su mano pudiera deslizarse más allá de mis muslos y empezó a juguetear con el tejido de las medias, revelando su deseo de arrancarlas.
La desvergonzada apertura de mis piernas logró que la prenda subiera unos centímetros más y así él obtuvo mayor libertad de hurgar lo que le tenía preparado esa noche; mi carne latiendo y mojándose por la deliciosa estimulación.
No pudimos llegar al plato principal y emprendimos el camino. Volvimos a mi casa y tropezando desde el corredor hasta llegar al comedor entre abrazos y besos, me levantó en la mesa y separó por completo mis piernas, dejando la mini al nivel de mi cintura; contempló cada una de las medias que ya había deshilachado en el restaurante de tanto escarceo e hizo a un lado la tanga que reconoció al instante; “es la que te compré, la que te compré”, repetía jadeante mientras hincado sumergía ardoroso su cara en mi centro, lamiendo, chupando, mordisqueando, y yo contorcionándome de placer y despeinando su cabello rizado y oscuro. A punto de venirme, lo detuve y le pedí que se quitara la ropa porque no me iba a perder su explosión frenética al mismo tiempo que la mía ocurriera en mi sexo.
Y mientras se desnudaba, me zafé el suéter y el brasier, bien plantada en la altitud de las botas bajé de la mesa, me apoyé en ella y le ofrecí mi trasero para que a su antojo me encajara ese hermoso miembro moreno.
El poderoso bombeo sacudía la madera, mis lamentos de gozo subían el grado de su excitación y el sudor que bajaba por mis senos mojaban la superficie del mueble, haciendo que mi torso se deslizara con facilidad, mientras la mini de cuero amortiguaba mi vientre contra el filo de la mesa, emitiendo un rechinido tan cadencioso como las caderas de mi amante, a la vez que mi mano hacía lo propio en mi clítoris…
La sincronía orgásmica se dio como yo lo había deseado, se tumbó tembloroso sobre mi espalda y, al final, acarició la falda arrugada culminando así nuestro voluptuoso fetichismo.