“Los sexos tuvieron un aderezo que incitaba a devorarlos; empujé su humanidad y me volqué en su miembro maridado para comerlo”
Entre aromas y sabores, probaditas y sazones, nos desenvolvíamos magistralmente en la cocina.
El vino rolaba en nuestras bocas y con chorritos en las cacerolas junto al ajo, la cebolla, pizcas de sal y pimienta. Los alimentos eran miembros de la celebración culinaria en honor de dos amantes de las cenas colmadas de erotismo, como los artífices de un rito en el que se guisaban nuestras pieles para después festejar un sexual acto caníbal.
Una mano aquí y otra allá en esas zonas de las que explotaban sensaciones que nos distraían de seguir cocinando la noche. Los besos intercambiaban degustaciones de salsas y verduras, caldos y especias en grados de ebullición como en nosotros mismos al contacto cuerpo a cuerpo aún cubiertos con delantales.
Cuando los manjares llegaban a la mesa, y respetando la sagrada hora de comer, en cada bocado yo cerraba los ojos imaginando cualquier trozo de su carne, mientras mi lengua repasaba mis labios venerando la delicia. ‘O’ lo sabía y detectaba mis gestos igualitos a los que transforman mi cara cuando me hacía el sexo oral.
Sazonando el deleite, David Bowie habitaba el comedor con su “rásgaste tu vestido…”, provocando la lujuria sin siquiera haber llegado al postre. Cada porción nos preparaba para la contienda; la cena sólo era un exquisito entremés en lo que llegaba el platillo estrella; una entrada suculenta que incluía miradas y roces.
Mi pie descalzo alcanzaba su entrepierna para luego juguetear con lo que estaba a punto de reventar sus vestiduras.
“Qué rico está el salmón”, me mofaba al tiempo que llevaba el tenedor a la boca y él cortaba sonrojado un pedazo del pescado; “tan rosa, tan firme, tan bien condimentado”, mientras mi dedo gordo refregaba su falo suplicante por salir. Yo me hacía la valiente, pero mi vagina comenzaba a remojarse y me ponía tan vulnerable, que no me era fácil pasar bocado.
Nos sobraban los pretextos para la cercanía y uno de ellos fue el final de la botella; se paró de la silla, fue a la cocina y yo esperaba su retorno, por detrás ‘O’ rodeó mi cuello descansando en mis hombros para rellenar la copa y susurrarme que si quería comer las fresas en otra parte de la casa.
Cortés, me levantó, cargué con el postre y el vino, y nos fuimos a la sala… Ahí nos convertimos en recipientes desnudos como salidos de un horno candente para poner los frutos flameados en coñac. Uno en mi ombligo, otro entre mis senos; el licor escurría y apresurado lo bebía. Cada repaso bucal me enchinaba la piel, se recocían las fresas y se endurecía más su pene… En un abrazo sobre el sillón, apretujamos las frutas y se untaron los deseos, revistiendo la dermis e incitando besos intensos a cada guitarrazo del cantante.
Entrelazadas las piernas y mi centro penetrado, chocábamos uno contra el otro con más hambre que cuando elaboramos el menú. Mordía mi cuello, rasguñaba su espalda y mi vello púbico se enredaba con el suyo, atrapándonos sin remedio, pero con la consigna de nutrirnos. En trance, estiró la mano hacia las fresas e interpuso una de ellas entre mi boca y la suya para seguir alimentándonos, mientras el jugo envinado viajaba por los torsos sudorosos, fabricando un dulce humectante que invitaba a contonearnos frente a frente en el enlace. Muchos fueron nuestros manjares preparados con el toque exacto de lascivia encarnecida.
Fuimos recipientes desnudos como salidos de un horno candente para poner los frutos flameados en coñac.