Todo empezó con un frondoso ramo de rosas seguido de un timbrazo en la puerta.
“Celebremos. ¿Mañana a las 9?”, se leía en la tarjeta que Héctor escribió. Sin duda, tener así de dispuesto a un romántico a la antigua para el 14 de febrero es un regalo tan perfecto como él.
Vestido rojo y pegadito, labial del mismo tono y el par de zapatillas negras que guardan historias cachondas entre ese atento caballero y yo, conformaron el atuendo para festejar nuestra amistad con derecho a infinitos roces.
Llegué a su casa y el aroma a rosas fue como un místico aviso de lo que me iba a deparar con este chico que gusta de las galanterías y detalles, sin hacer a un lado las ricas maneras que tiene cuando el principal punto de encuentro son nuestros sexos.
Las flores adornaban los rincones, la mesa estaba llena de deliciosas botanas y una botella de mezcal posaba atenta a que le diéramos el primer trago, de igual manera que mi boca a su beso inicial.
Así que embrujada por aquel aroma y el brindis con ese elixir oaxaqueño, no vi ningún impedimento para rodearlo con mis brazos y acercarme lentamente y decidida, mientras le desabotonaba la camisa.
Mi escote en cada roce con su pecho se iba pronunciando hasta dejar una de mis aureolas descubierta. Gentil, tomé su cabeza y la dirigí hacia ella... Lamió, goloso, barnizó con su lengua la carne de mi seno y, poco a poco, fue liberando con ella mi pezón erecto.
Yo lo miraba comiendo de mi teta tan embelesado, mientras yo bajaba mis dedos para sentir su miembro como hierro candente a través de su pantalón. Empecé a acariciarlo, mi palma subía y bajaba cubriendo su tronco y de tan duro, podía distinguir su glande esculpido sobre la tela trajeada.
Entonces, con un seno al aire y mi mano ya dentro consintiendo su trozo regio, volví a conducir sus movimientos y levanté su cara para besarlo frenética. Héctor, excitado e indefenso ante mi iniciativa, se afianzó de mi trasero como adolescente primerizo, e impaciente comenzó a subirme el vestido.
Con el faldón en mi cintura, bajé mis bragas y aproximé mi vulva a su puntita para que me mojara con su néctar previo; su vello perlaba con el mío, y de esa manera nuestros zumos se mezclaron para hacer un exquisito coctel.
Restregábamos los cuerpos entre sí de un modo perturbador; la fragancia de las rosas y los alientos con gusto a mezcal fueron los culpables de tal romance entre nuestros genitales, que se cortejaron con impaciencia de llegar a la cumbre, aunque a sabiendas de que entre más idilio, mejor sería el momento crucial, cuando los centros se empataran uno dentro del otro.
Entre arrumacos y apretujones, alcancé la botella y vertí un chorro en mi escote; el caudal recorrió mi pecho desnudo y finalizó en mi botoncito erguido, cuyas gotas Héctor bebió, para luego tomar un capullo que apenas abría sus pétalos y acariciarme los senos con él.
Mi dulce San Valentín, ardiendo de ganas, me quitó por completo la ropa sin dejar de chuparme los pechos y repegar su miembro en mi pubis, y me condujo hasta su recámara.
Y como en las escenas cursis, pero muy amorosas, caí en un edredón de hojas aterciopeladas y aromáticas de un rojo intenso como el de mi boca de tanto que este galán de película la había devorado.
“El romance no está peleado con lo sexoso”, me dijo una noche que follamos dentro de una cabaña en la montaña con todo y chimenea; “lo cursi no está enojado con que me gusta cogerte así, mojada y con las piernas bien abiertas”, reiteró este día de los enamorados a la vez que dedeaba mi raja jugosa.
Entre pétalos y sábanas nos revolcamos; me besó desde los dedos de los pies, hasta la frente; no se olvidó de un solo hueco, y cuando bajó a la punta de mi nariz, separó mis mus
los con sus rodillas y me envistió dando un resuello ahogado con los ojos cerrados.
Y empezó a arremeter en mi vagina con el ritmo que solamente lo da el instinto, sin pensar, algo que nomás la naturaleza sabe por qué pasa. Arqueando la cabeza, daba acompasados empellones, al tiempo que los pétalos crujían debajo de mi espalda como en un molcajete, donde eran macerados por los cuerpos.
Las hojas cariñosas rozaban mis nalgas y Héctor apretaba mi cintura para que no me le escapara... Así, reventó de placer, y mientras se venía, gruñía y restregaba su centro en el mío y sin salir de mi entraña, desde donde sentí sus punzadas orgásmicas.
Semen, rosas y mezcal... Fue el mejor Día del Amor y la Amistad que jamás haya vivido.