La multitud iba ocupando sus asientos. Faltaban 10 minutos para que comenzara el concierto y, entre la gente, lo vi sentado un par de pisos debajo de donde me ubicaba junto a mis queridas acompañantes. Había pasado tanto tiempo después de que nos vimos, que mi impulso por mandarle un mensaje fue incontenible.
Sacó su celular, leyó y de inmediato volteó con los ojos bien grandes buscando como desesperado. Se levantó, mientras sus amigos lo miraban sorprendido, y Lugo les cuchicheó la noticia. Alcé la mano agitándola y por fin me halló.
A zancadas libró piernas y butacas que le entorpecían el camino y llegó hasta mí.
Yo ya les había comunicado a mis amigas el suceso y una de ellas me felicitó por el buen fichaje, enalteciendo lo bien dotado que estaba al mirar la zona abultada en su pantalón mientras se acercaba.
El gusto por Joaquín Sabina nos reunió nuevamente. Un beso efusivo en la mejilla a juego con un abrazo que me cubrió con toda su humanidad y el “¡qué gusto verte!” me cimbraron indiscutiblemente los recuerdos, las parrandas, los agarrones en mi cama, en la suya, y esas charlas al calor del Joaco y su poesía en canciones. “Al rato nos vemos”, me dijo cerrándome el ojo y empezó el espectáculo.
Luego de un par de melodías y gritos vitoreando al cantante, recibí un WhatsApp invitándome a “bailar” la siguiente pieza y me citó en una de las puertas de salida.
“Orita vengo”, les dije mientras me retocaba mis labios de jugoso carmesí con la poca luz que me lo permitió, acicalé la melena y encargué mi bolsa.
Imprudente y emocionada, salté los pies de los de al lado, y Lugo y yo nos reunimos. “Conductores suicidas” sonaba al fondo y volvimos a abrazarnos nerviosos y muy jariosos. Me tomó de la mano y me condujo a un rincón oscuro para posarme contra la pared y acariciarme la cara mientras me preguntaba:
“¿Cómo has estado?”.
Sonriendo contesté que bien y ahora que lo veía, mucho mejor; “¿me extrañaste? Porque yo sí”, me dijo a la vez que repegaba su pecho en el mío sin dejar de consentir mis mejillas. De pronto, me besó efusivamente como si comiera un rico guiso que por mucho tiempo le habían negado, apretando los ojos y mi espalda con sus brazos.
Correspondí al antojo y Sabina cantaba… “Si llevas grasa en la guantera o un alma que perder, aparca junto a sus caderas de leche y miel”… Así, pegado a mis labios, se afianzó de mis nalgas y comencé a refregar mi pubis con su falo forrado de mezclilla.
Y nos arrinconamos aún más en la penumbra y nos fajamos con todas las ganas jadeando y llenándonos de saliva mientras las lenguas peleaban para ver cuál era la más poderosa; después la suya se deslizó por mi cuello y yo le amasaba el trasero a la vez que contoneaba mis caderas.
Me restregó el sexo con la mano y mis jeans se humedecieron; yo hice lo mismo con su paquete. “Y la vida siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido”, nos recordaba el cantautor sobre lo mucho que dejamos inconcluso cuando nos separamos porque él no podía dejar pendiente una paternidad inesperada en Michoacán.
Entonces, furiosos y tras un buen rato comiéndonos las pocas fracciones desnudas de los cuerpos, avisamos a nuestros acompañantes que nos iríamos del recinto. “Ahí te encargo mi bolsa”, le escribí a Miriam y partimos al hotel más cercano.
Nos despedazamos la ropa y nos revolcamos en ambas pieles sobre el colchón cinco estrellas. “Esta es la canción de las noches perdidas; si quieres te la cambio por un rato en tu cama”, insistía Joaquín a través de mi celular.
Lugo penetraba mi vagina como si no hubiera mañana y aún insatisfechos, lo zafé de mi cueva para ponerme en cuatro e invitarlo a pasar por la otra puerta. Excitado y cariñosamente cuidadoso, entró poco a poco, asombrado por mi total disposición.
Un gemido agudo brotó de mi garganta y ya estaba clavado en mi entraña casi prohibida como lo estuvo en mi corazón. Entraba y salía lento y cadencioso, mientras mis tetas se agitaban; su gozo era inmenso y el mío, empoderado, con todo y que me tenía a su merced.
Con su dedo, al mismo tiempo que bombeaba, incitó mi orgasmo clitoriano, y nos venimos juntos como cuando él era libre y nos queríamos tanto. “No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca, jamás, sucedió”, volvió a escupirnos Sabina, a la vez que nos poníamos la ropa callados y con otra nostalgia a cuestas…