En sexto de primaria, hubo un niño que con una pluma que sacó de su mochila, escribió su teléfono en la palma de mi mano, enchinándome la piel, al igual que cuando me robó un beso.
Danilo era un chico problemático y pelirrojo que me hacía rabiar a su antojo, sobre todo cuando, en vez de platicar con las chicas, prefería ir con otros niños del salón. Pasaba a un lado mío y susurraba que eso no era de mujeres, que era de marimachas.
Me incomodaba, me hacía sentir que estaba haciendo algo malo y mejor me retiraba. Fue entonces que ocurrió la fiesta de fin de curso y jugando a la botella, los extremos apuntaron a los dos, y al ser yo la ‘castigada’, me exigió un beso, así, despiadado, con la pubertad que se le estaba despertando.
Recuerdo su mirada penetrante, vengativa, pero a la vez como rendido a lo que había disfrazado con rebeldía durante todo el curso. Sus verdes ojos sólo me provocaron miedo con todo y su guapura que lo distinguía de los demás, sin más remedio que obedecer.
Al final de la reunión y él haberse cobrado la deuda, confesó que le gustaba y me dijo que, si quería, fuera su novia y le llamara al número que escribió en la piel de mi mano. La pequeña Anahita frunció el ceño y le gritó un rotundo “no”.
Muchos años más tarde, nostálgica y un poquito maliciosa, indagué en redes sociales y con gente en común, y así di con él. La figura espigada, su melena rojiza que ahora hacía juego con la barba y el verdor de sus pupilas me mandaron décadas atrás. Quedamos para revivir viejos tiempos.
“Nunca me casé ni tuve hijos”, me platicaba, mientras le quitaba la etiqueta a la botella de cerveza… “¿Por qué no me llamaste?”, me preguntó reuniendo los restos de papel sobre la mesa; sorprendida por la buena memoria, le contesté cínica que la tinta se había desvanecido cuando me lavé las manos.
Observó cómo rascaba mi palma, mientras yo recordaba y, burlón, la tomó e hizo lo mismo con ella; “nunca olvidé el beso”, continué sin queja alguna y reí nerviosa.
“¿Nos vamos para cobrarnos el pasado?”, rematé… Después de un faje en la puerta de su casa, entramos, me ofreció un trago y él seguía remembrando los días de escuela.
Entre los “te acuerdas de tal y cual” y un sorbo de licor, lo confronté; le lancé al niño malcriado un par de improperios, le arranqué la playera y lo besé con tal coraje, que respondió de igual manera.
“Cada aliento que tomes, cada movimiento que hagas, te estaré vigilando”, sentenciaba The Police hurgando en esas fibras de estudiantes.
Nuevamente esa mirada, aunque ahora de lujuria cuando, en su cama y sobre él, agarré su falo y lo puse en la hendidura de mi entraña ardiente para caer en él poco a poco y deleitar el hecho de que ahora era el recio hombre quien me pagaría tantas maldades.
Danilo no hacía más que resollar de placer y amasar mis muslos rígidos trabajando el sube y baja cadencioso. Sus manos huesudas e imperativas en mis nalgas arrimaban mi cuerpo al suyo en cada empellón y me comía los senos, mientras yo me aferraba a su espalda viril y pecosa.
Cara a cara y jadeando al unísono, devoraba mi labios a la vez que yo lo hacía con su pilar carnoso con los músculos de mis adentros y, de pronto, después de atraparla incesante, soltó mi lengua como un látigo y me ordenó que no volviera a ausentarme.
De inmediato, lo besé salvajemente y bajé hacia su centro para engullirlo en un oral poderoso, pero él, frenético, me tumbó en el colchón y, por detrás, poseyó lo que faltaba para no olvidarlo jamás. Nuestras manos entrelazadas, mi espalda en su pecho, mi trasero invadido y su voz repitiendo que tenía que volver a buscarlo para “recordar viejos tiempos”…
Deliciosamente adoloridos de tantos rasguños, mordidas y embestidas, nos venimos en lechosos desfogues y sudorosos cansancios uno encima del otro y Danilo besando mis vértebras con las pocas fuerzas que le quedaban.
Luego del cansancio exquisito, tomó su playera, secó mi piel y con una pluma escribió en mi espalda un mensaje que me pidió descubriera al llegar a casa:
“Cada aliento que tomes, cada movimiento que hagas...”. ¿Su teléfono? Me lo sé de memoria.