“Al recibirme con un abrazo, mi nariz chocó en su cuello y aspiré su fragancia poniéndome cachonda y nostálgica”
Los hilos despedidos por una varita de incienso trazaban el aire de la sala y las notas musicales sobrevolaban la zona de lo que sería nuestro ansiado encuentro después de muchos años; al recibirme ‘M’ con un abrazo, mi nariz chocó en su cuello y aspiré su fragancia poniéndome cachonda y nostálgica.
Esa mezcla de maderas me recordó aquellas juergas que se armaban en el bar al que íbamos para escapar de la oficina y donde bailábamos baladas lentas de Elvis Presley; yo adherida a su torso tan de cerca al aroma en su pecho y él acariciando mi espalda, deleitando mi perfume detrás de mi oreja y jugueteando con el broche del brasier, mientras su miembro me avisaba que deseaba algo más.
Así nos vimos durante algunos meses hasta que este galán de manos grandes y sonrisa plena debió irse a Bogotá.
Maduro y destacando un ceño más marcado por el tiempo, me observó el rostro a detalle y me plantó un beso en la mejilla con euforia, continuando con mis ojos y la otra mejilla para luego estacionarse en mi boca extendida por la risa que me provocó su entusiasmo. Alborotó mi pelo en plan gustoso y me tomó del brazo dirigiéndome al sofá.
Hechizada, me dejé caer sobre el forro de gamuza y él ya estaba ofreciéndome la cerveza que llevaba en la mano. Se quitó el saco e hizo lo mismo con mi abrigo; lo llevó a su cara y lo esnifó profundamente, encantado, extasiado, a la vez que yo tomaba mi cerveza y volvía a carcajearme.
No necesitamos el alcohol contenido en la botella para detonar el sexual desenfreno; por la añoranza, por los perfumes, por tantas noches sin las pieles insinuándose entre ellas y por las baladitas cursis de Elvis Presley suscitando el cuerpo a cuerpo. Así fue como, alocados, nos husmeamos mientras que las prendas volaban desprendiendo los aromas conocidos.
Yo, tirada en la alfombra y en pleno frenesí, esperé un par de segundos a que fuera y volviera a mí con un pequeño frasco en los dedos, con los que me untó el aceite que habitaba en el envase por mi ombligo y mis pezones, viajaron por mi cuello para luego intempestivamente voltearme bocabajo y seguir en mi espalda, derraparse hasta el trasero, moldearlo con sus palmas e iniciar el consentimiento de su pene entre mis nalgas, sofisticado y cadencioso, dejándolo tan untuoso y excitado igual que yo.
Pero las fragancias más potentes comenzaron a surgir de nuestros sexos. Ese aroma increíblemente orgánico como el de las resinas que destilan los árboles frondosos, así como nosotros de tanto placer, fabricaron una alquimia con su loción amaderada, mi perfume de té blanco y el incienso, impregnándolo todo. ‘M’ se deslizó por mi columna vertebral tumbando su humanidad sobre la mía y empezó a resbalarse hacia enfrente y hacia atrás, simulando una deliciosa masturbación sobre mis glúteos esmaltados por el óleo, besándome y lamiéndome, a la vez que mi clítoris convivía con la felpa de la alfombra, estallándome un orgasmo impensado. De repente, apenas despertando del letargo que la explosión me había provocado, tomó fuertemente mis caderas aceitosas para que no se le escaparan, me puso en cuatro, clavó su miembro en mi carne aún con espasmos y emprendió su fálico ritual…
Cómo olía el ambiente, cómo se impactaba mi trasero en su bajo vientre una y otra y otra vez… La intoxicación de uno por el otro parecía que había sido inducida por una droga humeante, tan alucinante como su orgasmo derramando su licor sobre mi espalda, donde retozó con jadeos entrecortados.
Nada pudo ser tan efectivo entre los dos como los vahos y las esencias que hicieron el papel de esos bálsamos que potencian la lascivia, que calientan los cuerpos; de fragancias que activan lo que pudo estar dormido durante su ausencia.
Tomó fuertemente mis caderas aceitosas para que no se le escaparan y clavó su miembro en mi carne aún con espasmos del orgasmo e inició su fálico ritual.