La sombra de las nubes y el aroma a humedad invadieron la urbe. Ya nos habíamos cachondeado en el restaurante donde nos citamos y la lujuria estaba a flor de piel.
De la mano y a paso firme, tomamos rumbo a la calle y nos encarrilamos a la parada de autobús; esperando el transporte, volvimos a besarnos mientras el aire previo a la lluvia apaciguaba un poco los sudores provocados por la caminata a prisa y por los escarceos cuando pedíamos la cuenta.
Los relámpagos cruzaban el cielo y sus incesantes manos, todo mi cuerpo. De pronto, grandes gotas de agua impactaron en el asfalto y el tráfico a hora pico comenzó a concentrarse frente a nosotros; el bus, ni sus luces. No tuvimos más remedio que andar en busca de otra opción, porque las ganas de llegar a buen puerto y darnos todo ya eran muchas.
“Mi casa está más cerca”, me sugirió Joaquín, resguardándome con su abrigo.
Pasé mi brazo por su cintura y emprendimos la retirada, sorteando la lluvia que cada vez caía más recia y copiosa. Cuando nos dimos cuenta, ya estábamos en medio de la tormenta.
Así fueron unas cuantas calles, saltando charcos y parando debajo de alguna marquesina, de un árbol, aunque sin remedio, pues nuestras ropas estaban echas sopa. Dimos con el hueco de una puerta y tuvimos que esperar un poco.
Jadeantes por la intermitente carrera, nos sacudíamos el pelo y reíamos por la aventura, y, temblorosos, nos abrazamos sin importar que estábamos extremadamente empapados para sosegar el frío que, indudablemente, no lo íbamos a lograr.
Sin embargo, al mirarnos frente a frente, el arrebato por besarnos imperó de nueva cuenta y los rostros mojados se restregaban uno contra el otro. Nuestras pieles se aclimataron cálidamente a pesar de la tormenta feroz que no cesaba.
“Sirve de que hacemos tiempo”, bromeó sin dejar de comerme el cuello y yo aferrarme a su pelo embebido de agua citadina. Descubrí aún más su excitación por su bragueta abultada. Ya queríamos llegar, pero esa lluvia…
Retomamos la carrera y, por fin, llegamos a su departamento. “Ufff, estuvo intenso”, le dije, quitándome el saco. Regresó con una toalla, y enjugó mi cara y mi cabello, para luego hacer lo propio con él mismo.
Se veía tan sexy cuando se quitaba la camisa sin más pretensión que la de despojarse de la incomodidad acuosa sin afán de seducción. Entre tanto, reía y preguntaba que si no quería un café. Lucía aún más cautivador por su gentileza.
Por ahora, sólo quería atenderme, mientras caminaba de un lado a otro buscando filtros de café, llenando la jarra y preparando un par de tazas. Y yo admiraba su actuar y ese torso lampiño y sus bíceps bien torneaditos.
Se dirigió al baño por una bata y me la dio. Inesperadamente tímida, me zafé la ropa dejándome la ropa interior y me puse la prenda afelpada. Y esperando a que estuviera el café, se acercó y me abrazó de nuevo para besarme tiernamente, y yo hechizada ante su trato.
Le bajé el cierre de los jeans y descendieron involuntariamente. Lo arropé dentro de la bata como él lo había hecho allá afuera con su abrigo y nos amamos delicados, suavemente. Fue quitándome el brasier y la tanguita, e hice lo mismo con su trusa.
Las pieles frías volvieron a irradiar calor y al centro de la sala, sobre la alfombra, me besaba completita con un juego de caricias que me estremecían inconmensurablemente. La tempestad externa incitó el frenesí entre los dos y, ahora, la calma nos conducía a un erotismo igualmente gozoso, pero sin prisas, resguardados uno en la anatomía del otro.
Su lengua regocijaba mi clítoris, deleitaba mis zumos y yo gemía alborozada de placer. La lluvia intensa no daba tregua y mis dedos en su pelo húmedo lo guiaban en el oral soberbio, al tiempo que mi pelvis danzaba en un vaivén cadencioso, clamando la explosión.
Ya quería sentirlo en mis entrañas y antes de venirme, le pedí que ascendiera a mi boca, acomodé su falo en mi hendidura más que dispuesta y me penetró vigoroso… Así liberé el orgasmo, a la vez que Joaquín subía y bajaba, hacía círculos y erosionaba mi pubis para que la detonación fuera aún más deliciosa. Un maestro.
Mis espasmos amasaban su trozo y la dicha se delataba en sus gestos; jadeaba y sonreía mientras se afianzaba a mis caderas, haciendo que mi centro chocara con el suyo, hasta que, entregado al efluvio, reventó al mismo tiempo que un rayo portentoso como todo él cimbró las ventanas.
Cayó en mi cuerpo, reposó trémulo y el aroma a café nos avisó que ya estaba en su punto.