Dispuesta a celebrar mi cumpleaños de otra manera, fui a un lugar tranquilo, pero especial; un sitio en el que las impurezas físicas y espirituales se disipan en un simbólico renacer y llena de energía.
Así que preparada para el ritual en un spa con un pequeño recinto de mortero, del cual supuraban vapores de hierbas curativas ahogadas en agua, me adentré en la experiencia.
Alguien ya me esperaba en la entrada de la pequeña cueva caliente. Yo, en bikini y envuelta en una toalla, llegué, no sin antes contemplar el rostro de quien me recibía adusto y amable; un varón de brazos fuertes y piel tostada que embonaba perfectamente en el ambiente rústico y relajante como su faz.
Sonriente, quitó la tela de mi cuerpo y, cortés, hizo una señal con la mano invitándome a pasar. Mi desconocimiento me incitó a mirar por todas partes dentro del gran cuenco, a la vez que mi guía vertía agua en un depósito de donde salió un aliento aromático que invadió mis pulmones.
Un sofoco entorpeció mis sentidos y el hombre de manos rudas preguntó si me sentía bien; “respira con calma, te irás adaptando”, me dijo amigable tocando mi hombro y, poco a poco, fui comprobando su teoría. Reí apenada y asentí más tranquila.
Retrocedió hacia la salida y me dejó sola en mi introspección. Sin embargo, el gesto apaciguante en mi piel que anteriormente me brindó, detonó algo más que sosiego y mi respiración perturbada no fue precisamente por los humos del cuarto.
Inevitablemente, la sensualidad del ambiente, en conjunción con su anatomía y esa actitud protectora, provocó que yo empezara a tocarme. Así recordé las sugerencias del folletín y elegí la opción de quedarme desnuda.
Tras unos minutos de erótico consentimiento, el viril temazcalero tocó a la puerta para saber cómo estaba y, en sobresalto, dejé de hacerme y me cubrí con la toalla. Respondí que todo bien, pero mi voz denunció otro sofoco y entró apresurado.
Y ahí estaba yo, asustada y envuelta en el preámbulo de una cachonda venida que a él también lo tomó por sorpresa. Sin querer, la tela cayó y se descubrió mi delito; mis dedos se encontraban en una posición tan comprometedora, que el chico tragó saliva, aunque sin apartar los ojos del sitio delator.
No pude evitarlo, el resuello de susto se convirtió en jadeo incitador y continué lo que él había interrumpido. Mi mano remontó sobre mi pubis y observé su reacción; comenzó a acercarse mientras se quitaba el atuendo de blanco algodón para quedar a mi lado y bañarme gentilmente con el agua fragante del pozo humeante.
Después, me tomó de los hombros y, amoroso, me sentó con las piernas abiertas encima de esos muslos torneados, que enmarcaban un portentoso falo bronceado donde me clavé tan caliente como los adobes del temazcal.
De una bolsa del pantalón, sacó una botella de aceite que untó en mis pechos, en mi vientre, masajeó los costados y pasó hacia la espalda para estacionarse en mis nalgas y propiciar la cabalgata, al tiempo que mis brazos se afianzaba en su nuca y nos besábamos acompasados como lo hacían nuestros sexos.
Aquellas humedades fueron místicos sudores de romero, eucalipto y té de limón; de nuestras lubricaciones nacían aromas de menta, coco y sábila, y su boca tenía un gusto a chocolate que fue difícil dejar de comerla.
Pero el relajante baile iba tomando cadencias involuntarias y en el banco de piedra, mi hombre tendió sus ropajes, la toalla y sobre ellos mi cuerpo para encauzarme al delirio total por el rito sexoso.
Los frotamientos incluyeron lujuria y veneración a mi piel tan dispuesta; viajó por mis senos, mi ombligo, siguió por mis piernas y consintió las plantas de mis pies para volver a mis ingles y estimular mi carne viva de un modo muy distinto al que yo lo hice antes.
De mi explosión emanó un óleo que prendió más su lascivia y me ensartó con su bronce para invocar su derrame. Lanzaba gemidos, aspiraba los vahos y las gotas herbales surcaban su pecho agitado como aviso de que, en una furiosa contracción, su virilidad reventaría en un orgasmo que cimbró el recinto mágico…
Sin duda, fue un cumpleaños feliz.