MUCHOS medios de comunicación se han acercado a mí para conocer mi opinión sobre las declaraciones del señor Alejandro Pelayo, honorable director de la Cinética Nacional, quien expresó que “las películas de El Santo no se pueden tomar en serio y no merecen ningún ciclo en este foro, porque son muy malas y se ven los alambritos”.
La verdad es que muchos aficionados a la lucha libre no pueden creer que exista un comentario así. Los mexicanos se sienten ofendidos y eso que no son hijos de El Enmascarado de Plata.
Sinceramente mi respuesta es que los dicho por Alejandro Pelayo fue muy desafortunado, al menos en esta época.
Si esto lo hubiéramos escuchado en los años 60 y 70 hubiera sido normal, porque los críticos e intelectuales de esas décadas destrozaban los filmes de mi padre, al catalogarlos como churros. Sin embargo El Santo se reía de estos señalamientos, ya que para él la última palabra la tenía el público y por ello asistía personalmente a los cines y calificaba las cintas él mismo de acuerdo con la reacción de los espectadores.
En aquellas tardes, ir a los viejos cines para ver el estreno de alguna de sus películas era muy divertido. Deben saber que El Santo no llevaba máscara y se presentaba como cualquier otra persona que va con su familia al cine.
Mis hermanos, mi madre y yo llegábamos con él a alguna de esas viejas salas como el Mariscala, Jalisco y el Orfeón, hoy lamentablemente desaparecidos. Mi padre caminaba sigiloso entre los pasillos, observaba de manera detenida al público y se sentaba en algunas de las 3 mil 630 viejas butacas del cine que lucía repleto de fieles aficionados de El Enmascarado de Plata, quienes disfrutaban sus películas tanto como nosotros.
Mi papá no sólo iba a disfrutar sus películas; también estaba ahí para comprobar personalmente si la cinta en cuestión era del agrado del público.
Para medir el éxito de sus películas, El Santo las sometía a tres pruebas. La primera era ver totalmente lleno el enorme recinto cinematográfico. La segunda consistía en observar la reacción de los asistentes, quienes a la mitad de la cinta y en el clímax solían corear al unísono: “¡Santo, Santo, Santo!”, para que su ídolo llegara a bordo de su clásico auto convertible al rescate de los débiles. La tercera era esperar el aplauso cuando aparecía la palabra ¡FIN!
El Santo era su peor crítico, así que sólo si estos tres puntos eran superados la película había alcanzado el écito deseado desde su punto de vista. Además había cumplido su misión de obtener ganancias para los productores y distribuidores, así como divertir a los espectadores.
Entonces mi padre salía sumamente satisfecho del cine y listo para protagonizar su siguiente filme, sin importar los “detalles” técnicos que éste tuviera, ya que era lo menos importante para los aficionados.
Si entonces se sentía orgulloso del éxito de sus películas, hoy lo estaría mucho más al saber que en Europa su cine es considerado de culto.
Años después, cuando sus películas empezaron a salir en la televisión, mi padre le decía en broma a mi mamá: “¡Maruca, invítanos un chocolate y yo pongo los churros!”.
Nos leemos la próxima semana, para que hablemos sin máscaras.