No se cómo fue que nos convertimos en novias. Ninguna de las dos tiene edad para iniciar romances. Llevamos más de seis meses de ser vecinas y ella no se había fijado en mí de esa manera.
La cuestión es que era domingo. El sol comenzó a brillar como a eso de las tres de la tarde y muchas nubes esponjosas aparecieron en el cielo. Marcela me llamó porque se sentía sola. Yo quería comer algo ligero y correr al cine. Estoy acostumbrada a pasar los domingos a mi antojo, a hacer lo que me place, pero acepté la invitación de mi vecina. Para no llegar con las manos vacías, llevé unas sobritas que tenía en el refrigerador.
Después del saludo, y de un tequila, ella comenzó a contarme de lo mucho que le pesa la soledad últimamente, mientras yo, sin muchas ganas de hablar, preparaba una ensalada con atún y mayonesa. Entre sus verduras y las mías, quedaron dos muy buenos platos. Es mucho más divertido compartir la mesa y probar sabores con otro sazón.
Mis amigas me dicen que soy muy buena para escuchar, porque no juzgo ni critico. La verdad no retengo ni nombres ni chismes. Me gusta enterarme de las cosas, pero se me olvida pronto lo que me están contando. Esta vez no fue distinto.
Marcela me dijo que desde que su marido murió, su cuñada la hace de menos. En casa de su suegra ya no se siente igual e, incluso, le cambiaron el lugar en la mesa. También me contó algo de un tío que, frente a todos, le faltó al respeto. La cosa es que se puso a llorar y ahí fue cuando solté el tenedor, me senté a su lado, la abracé y le dije que podía contar conmigo, que yo estaba ahí para ella, que nosotras somos vecinas-amigas, o amigas-vecinas, y que no tiene por qué sentirse sola.
Ella lloró su situación, la muerte de su marido, la impotencia que siente por la falta de recursos. Lloró el desafío con su suegra, con su cuñada y lloró hasta que mi boca y la suya se cruzaron y ella comenzó a besarme y yo, entre sorprendida y caliente, cedí a esos gestos de amor que, sin saberlo, tanto había extrañado. Con mis dedos, limpié sus lágrimas; con palabras dulces, la consolé y cuando nos dimos cuenta, ya estábamos acostadas en la alfombra a los pies del sillón, llenándonos de besos por todo el cuerpo, y dándonos caricias y amor.
Obviamente, ya no llegué al cine. Su llanto se transformó en dulces apapachos y la soledad, que tanto disfruto, se perdió entre su necesidad de compañía y mi necesidad de volverme a sentir amada.
Si bien yo nunca había pensado en darme a otra mujer, la verdad es que su forma de quererme me hace sentir necesaria y requerida; mujer universal, madre e hija.
Las caricias femeninas me llenan el espíritu. Me gusta la forma en que me cuida y cómo me consciente.
Sus caricias sutiles, sus besos de seda, su piel de terciopelo y su mirada de luz me llenaron de golpe el corazón.
Tengo 50 años. Nunca pensé enamorarme de nuevo. No estaba entre mis planes querer ni que me quisieran, yo tenía mi vida bien armada y mi cine los domingos para disfrutar.
Todas las noches las pasamos juntas. Durante el día, ella está en su espacio y yo en el mío. Cada que miro el cielo, encuentro un corazón de nubes de algodón.
No quiero etiquetarme ni abrir mi nuevo amor al mundo.
Me siento ahora como una luciérnaga que en el día vuela de un lado a otro y en la noche brilla, brilla y brilla, cada día más.