Marcela me gustó desde el día en que se mudó a nuestro edificio. Es sencilla, reservada y silenciosa; a mí me parece muy sensual. No habla mucho, es tímida y tiene una forma especial para pasar inadvertida.
Nunca se mete en los asuntos de otros, ni trata de entablar amistad con los vecinos.
Dos semanas después de que ella y su familia llegaron al edificio, mi madre y yo fuimos a su casa para presentarnos y les llevamos un pastel. Sé que ella estaba ahí, pero no quiso salir de su habitación. Yo quería conocerla, hacerle plática, invitarla al cine, pero no salió de su cuarto y sólo charlamos con su mamá y su papá.
Me desesperé porque ella no se apareció e inventé que tenía una llamada. Salí desilusionado de su casa y me prometí no buscarla nunca más.
Hace unas semanas, la vi en un antro cerca de la colonia Roma. Estoy seguro de que al principio ella no se había dado cuenta de que yo estaba ahí. Parecía otra Marcela. Se veía desinhibida por el alcohol; bailaba con otras niñas igual de bonitas que ella, y estaban junto a unos tipos pedantes que de seguro pagaban las copas. Todas estaban tomándose de hidalgo los caballitos de tequila. No dejaban de pedir botellas de vodka y de ron. Bailaban en la mesa central del antro.
Además de que me di cuenta de que Marcela baila precioso, noté que el alcohol la hace ser una mujer divertida, ligera y risueña. Se movía con una gracia divina dentro de su propia nube, con una libertad nueva. Al ritmo de cualquier rola, sacudía el cuerpo con armonía y dulzura. Bajo el efecto del alcohol, su mirada se volvió dulce y la sonrisa le iluminó la cara. No se parecía en nada a la vecina seria y ausente que vive en mi edificio.
Yo no me cansaba de mirarla. Mis amigos se dieron cuenta de que me gustaba y comenzaron a joderme para que la abordara. Querían que la buscara, que le invitara un trago; no sabían que la conozco y que, por lo mismo, prefería que no me viera, que no se diera cuenta de que descubrí ese lado libre que ella esconde y que podría mirarla toda la vida.
Dieron las tres de la mañana y yo seguía viéndola. De entre su bola de amigos, dos agarraron mala copa y comenzaron a hablarles a gritos a Marcela y a una de sus amigas. Me di cuenta de que uno de ellos la besó a la fuerza, y que cuando ella se quitó, él la sostuvo del brazo y le metió la mano debajo de la blusa descaradamente. Ella se quedó petrificada y yo, ya medio borracho también, me metí para defenderla y romperle la madre al pendejo que se pasó de listo.
Después de que yo solté el primer madrazo, se me vinieron encima los amigos de mi contrincante y los agentes de seguridad del lugar. Me rompieron dos costillas y me destruyeron la nariz, pero a partir de ese día, Marcela comenzó a visitarme en casa. Mientras he estado convaleciente, me lee cuentos en voz alta y me acompaña en mi habitación.
Nadie en el edificio supo que Marcela tuvo algo que ver en aquel tremendo incidente, pero ella, aunque sigue sin hablar mucho, me expresa su agradecimiento y su cariño de otra manera. Me habla con su presencia y con gestos lindos. Me hace piojito, me da masajitos y se está mucho rato conmigo en el cuarto. Yo sigo en cama, a pesar de que ya podría salir de mi habitación. Me quejo del dolor, invento que me mareo, que no puedo respirar bien todavía. Marcela se ha vuelto detallista conmigo y yo la quiero enamorar. Sueño con tocarle el pecho, con besarle el cuello y con conocer todo lo que esconde bajo su ropa y su silencio. He aprendido a escucharla sin palabras, a guardar sus secretos, a entender su carita seria y a descifrar el misterio que Marcela, mi Marcela, guarda en su ser.
Yudi Kravzov