El gasolinazo me está afectando directamente. Está matando mis ahorros y todavía no termina enero. No me va a alcanzar para darte lo que te daba. Además, nuestros hijos ya son mayorcitos, tienen que lidiar con lo que les toca. Que se metan de choferes de Uber, o que contacten a tu tío que trabaja en Xalostoc y que se consigan una chamba en su planta. O que hagan algo, porque la cosa se está poniendo color de hormiga... dijo rapidito, para que ella no pudiera interrumpir su discurso.
Quería escucharla suplicar, verla angustiada, suplicante.
Miriam se queda callada. En el fondo se alegra. Quiere depender cada vez menos de él.
Quiere no pedirle. Su ex ya no es ese hombre duro y testarudo, encantador y exitoso que la dejó para irse con la secretaria. Él ya no parece tan feliz de compartir su cama con una mujer mucho más joven, que mal educa a sus hijos y que odia oírlo decir que a él nadie le hace caso. Miriam lo mira y siente lástima. Lo ve triste, derrotado, o más bien, viejo. No quiere pelear. Ella le cuenta que sus hijos invitan chicas y amigos a la casa; que no falta quién traiga cervezas, pero que arrasan con todo lo que hay dentro del refrigerador. Se ríen. Hablan de Gerardo y de Guillermina, su novia. Los dos se felicitan porque por fin su hijo ya entró al último semestre de la universidad, y porque la novia es linda. Se preocupan por Marianita, que ya tiene 18 y sigue con un novio que no da una.
Él se rompe y le dice que nunca debió dejarla, que lo lamenta desde el día que se fue, que extraña sus ojos, su cocina y su humor. Miriam lo mira. ¡Cómo quería verlo así de roto! ¡Cuánto hubiera dado porque hace años le dijera que la extrañaba! Ahora, se ve tan derrotado, tan poco hombre, con una vida vacía, con una mirada triste... A Miriam, nada la mueve por dentro; no quiere ni pelear. Ya lo hizo durante ocho años. Lo obligó con las colegiaturas, con las fiestas de cumpleaños y con las vacaciones. Casi lo obligó a ser padre. Es cierto que sus hijos ya son grandes.
Odia el poder que él tiene sobre ella. Durante años, ella se cuidó de no hacerlo enojar para que le pasara el gasto. Ahora, Miriam no necesita ser condescendiente.
Lo mira con el café en la mano; observa cómo el vicio del cigarro ha marcado de amarillo los dientes de su ex. Él tiene las patillas blancas y despeinadas. Lleva una corbata de colores demasiado vivos, y unos mocasines sin calcetín. Miriam sabe que él tiene frío. Lo ve triste; lo ve mal. Ya no es el que presumía de las fotos en Acapulco con el culito de la mujer a la que convirtió en su segunda esposa.
Miriam no sabe por qué él comenzó a contar que su experiencia sexual era pobre cuando se casaron. Él le confesó que no sabía cómo fue que se hizo papá a los 22. Se miran a los ojos y se ríen. Se acuerdan de la luna de miel que vivieron en Vallarta, de lo romántica que es esa ciudad. Ahí se quedaron embarazados. Los dos decidieron tenerlo juntos, casarse, enfrentar a sus padres, desafiar el futuro. Formaron una familia joven y se mudaron a Cuernavaca desde que nació Guillermo hasta que cumplió tres años. Se acuerdan de esos encerrones locos, de la primera mamada que dio ella en su vida, y de todo lo que juntos descubrieron... En eso, suena el celular de él.
Se le borra la sonrisa, discute que sí, luego que no. Le miente a su mujer, diciéndole que está atorado en el tráfico. Se mientan la madre; se pone morado. Miriam mira para otra dirección y se levanta al baño.
De lejos, mientras regresa, lo ve sentado, hablando solo. Miriam lo interrumpe y no se vuelve a sentar. Inventa un pretexto. Toma sus cosas, se despide. Dice que la esperan y lo deja solo.
De su ex marido, no quiere saber más.