No me atrevo a decirle a nadie que no me gusta el mundo en el que vivo. Ni yo misma me entiendo. No sé bien cómo expresarlo. Podría decir que para mí, los géneros son fortuitos, pero nuestra esencia no. Quisiera saber si verdaderamente me explico bien. Yo me enamoro de la esencia de las personas, no me importa si son hombres o mujeres. Es como si pudiera ver el fondo del alma de un ser humano y entonces quererlo, amarlo o rechazarlo. La vibra de la gente me habla, y no precisamente con palabras... Yo siento a las personas, puedo enamorarme varias veces y me puedo desenamorar también, aunque me cuesta muchas lágrimas y dolor.
Cuando me da la gana, soy una mujer masculina que atrae a hombres muy seguros de sí mismos. Me miran, se fijan en mis tetas y me saben hacer reír. Las mujeres gozan también conmigo. Se enamoran de mi forma de ser, de mi masculinidad y ternura. Ellas conocen mejor su cuerpo, gracias a mis instintos sexuales, y en mis brazos olvidan al hombre torpe que se viene y se enconcha en lugar de abrirse y amar hasta la eternidad. A ellas les gustan las caricias femeninas y las atenciones cursis, como cartitas, flores, sorpresas, pulseras del mismo color, intercambio de aretes, una cena sorpresa... Son detalles que a un hombre le dan hueva, o que no se les ocurren o no saben cómo hacer.
Mis hermanos me conocen parejas de distintos géneros. He aprendido a hablar poco de mí con gente que no sé si me va a respetar. Mi papá murió pensando que nunca me iba a casar por mandona, pero las palabras que verdaderamente él quería decir eran: “por lencha”, “por lesbiana”... Y murió con esas palabritas dentro. A veces hasta pienso que eso lo mató.
Mi madre es la única que sabe todo lo que cargo en mi interior desde que yo era chica. Me entiende y me dice que me quiere como soy. Me habla de una tía suya que nunca se casó y que, con el tiempo, desapareció de la vida de todos. Dice que debió de ser parecida a mí porque sufría como yo, “del mismo mal”. Nadie en la familia se atreve a cuestionar por qué se fue; cada vez se supo menos de ella hasta que finalmente desapareció.
La calentura de ser otra me pasa por meses. Puedo vestir de faldas cuando me siento muy mujer. No me sientan bien los pantalones ni los zapatos bajos. En cambio cuando me transformo en machona y me enamoro de una lady, puedo cortarme el pelo de niño, usar mocasines, y hasta ganas me dan de meterme un calcetín en el paquete, para hacerme un bulto apetitoso dentro del pantalón.
De noche me gusta dormir desnuda, aunque me muera de frío. Me gusta venirme antes de conciliar el sueño. Los roles que adquiero con mis parejas también cambian. Me adapto según con quién me encamo. Otra forma de explicarlo es que soy medio camaleónica y me pinto del color de quien dicte mi corazón.
No lo cuento mucho porque no me gusta que me juzguen. Tampoco me gusta que me pregunten cosas personales, ni que me hagan dudar. Necesito muy poco cuando se trata de amores y no crean que fácilmente me puedo desenamorar. Sufro mucho cuando tengo que olvidar a alguien. Me confundo entre quién soy y cuánto doy. Soy rara, difícil, y a veces, jetona. Mucha gente no es capaz de aceptar que es rara, así como yo.