Durante mi tercer año de prepa, todo en mi vida se llamó Roberto; él fue mi completa obsesión. En cuanto lo veía, comenzaba a sudar frío. Mi mejor amiga se lo dijo a un amigo y tres días después, toda la escuela, incluyéndolo a él, supo que yo estaba perdidamente enamorada. Me fue mal en las calificaciones porque me perdí en los laberintos que llevo dentro.
Simplemente me enfermé de amor. No podía pensar en otra cosa que no fuera él. Desde entonces, mi vida se volvió un infierno, mis papás me regañaban por todo, mi hermano me hacía burla. Roberto me hizo aún más infeliz porque decidió ignorarme y hacerme sentir una tonta.
Nunca se dignó siquiera a saludarme y yo, insistente, trataba de coincidir en el mismo camión, en la misma fila de la cafetería, en la dirección y en el laboratorio de química, donde por alguna razón le encantaba estar.
Nada de lo que hice durante todo ese tiempo funcionó. Conseguí su número, pero nunca me atreví a llamarlo. Lo seguí a su casa para saber dónde vive; fui a la cafetería donde los fines de semana desayuna con su familia; traté de hacer como que coincidimos en la tienda de abarrotes.
Incluso, me hice amiga de un primo suyo al que le negué que amo a Roberto y con el que le mandé a decir que eran puros chismes de la escuela y que a mí nunca me había interesado. La verdad es que hubiera estado dispuesta a entregarle todo sin haber cruzado palabra con él, solamente por lo mucho que me gustaba.
Desde que entré a la universidad, decidí meterme a un equipo de atletismo donde descubrí dos cosas: que puedo ser muy rápida corriendo y que esos deseos que tenía hacia Roberto, los puedo poner en un hombre como Omar.
Ahora me paso las tardes corriendo con el equipo, vamos al cine los días de lluvia y las noches me especializo con Omar en la materia de sexo, dentro de su vieja, pero ancha, camioneta roja.
Como la casa de Roberto está en una cerradita cerca de mi casa, me gusta decirle a Omar que nos estacionemos ahí. Nos gusta ahorrarnos el hotel, empañar los vidrios y hacernos todo ahí dentro. Mi hermana dice que estoy enferma, que si se entera Omar que lo estoy usando para darle celos a Roberto se van a poner las cosas mal. Yo, la verdad, no me preocupo de eso. Lo que quiero es que Roberto por una vez en la vida me hable, que me aborde y me mire a los ojos como la mujer que perdió. Que me pida perdón por su arrogancia, por haber sido tan indiferente, que se incomode en su propia casa, que se maldiga por no haberme dado ni siquiera una oportunidad, que me mire y se sepa un idiota, que se muera de celos y que se quiera morir.
Claro que ya me encargué de que Roberto sepa que yo soy la que anda metida en la camioneta roja. Me salgo para fumarme un cigarro cuando veo que viene por la calle, pero no le dirijo ni una sola mirada. Le digo a Omar que camine conmigo, lo beso y nos recargamos en el hermoso árbol que adorna su cuadra y a donde tantas veces soñé con besar a Roberto.
No puedo estar segura, pero por la forma en que me mira creo es él quien no me quita los ojos de encima. Siento su mirada pesada, pero ni de chiste lo volteo a ver.
Imagino que se le revuelven las tripas, que muere de ganas por acariciarme los senos y oírme gemir; pienso que se arrepiente de no haber sido él quien se sube conmigo a la camioneta para llenarme de besos el cuerpo, pero si no me ruega y me suplica, nunca me hará suya ese cabrón.