En la década en la que David nació, la información sobre la discapacidad auditiva era escasa, falsa o tergiversada. “Fue muy difícil porque algunos papás no querían que los niños sordos se integraran con sus hijos en las escuelas normales oficiales. Algunos decían que se iban a contagiar de sordera, porque había una gran desinformación”.
A finales de los 70, Consuelo González y otros padres de familia pusieron sobre la mesa la posibilidad de permitir que los niños con sordera, como David, pudieran acceder a las mismas oportunidades que el resto. El proyecto se convirtió en realidad y se puso en marcha desde kínder hasta la preparatoria, e incluso hoy en día, hasta la educación superior.
Antes de tener a David, Consuelo era vendedora en una tienda de raya que atendía por herencia de su abuelo. La trabajó en su pueblo natal, Santa Rosalía, Baja California Sur, una localidad minera fundada por franceses, en donde vivió hasta los 21 años.
Recién casada, tomó junto con su esposo el primer viaje del ferry inaugurado por Lazaro Cárdenas, que cruzaba el Golfo de México hacia Sonora. Al llegar ahí, viajó en el tren bala, cuyos primeros trayectos recorrían la República hacia la capital mexicana, donde Consuelo tuvo a su primer hijo.
La noticia de la sordera de David estremeció el corazón de la mujer de 65 años, junto con la estabilidad de su familia.
“Cuando me dijeron esto, lo primero que me pasó por la mente fue incredulidad. Te empiezas a hacer muchas preguntas: ¿Qué va a pasar con mi hijo?, ¿va a leer?, ¿va a aprender?, ¿va a ser un hombre de provecho?, ¿va a mantener a una familia? David es sordo profundo, no escucha más que sonidos graves como el claxon, locomotora y avión. Así comenzó este camino que fue muy duro".
Consuelo empezó por buscar terapeutas y se aferró a lo único que podía ofrecerle: disciplina. Tocó puertas, que se le cerraban ante la desinformación de la discapacidad auditiva y el prejuicio. A David no querían aceptarlo en escuelas "normales" y tuvo que cursar la primaria en institutos de educación especial. Ahí aprendió la única forma de comunicación que se les ofrecía en aquellos tiempos: la lectura labio facial.
“En aquel entonces, como padres no nos dejaban aprender el lenguaje de señas porque decían que el sordo no se iba a integrar a la sociedad si lo aprendía. Por eso, muchos padres de mi generación no lo sabían. Los integraron a grupos normales de escuelas oficiales”.
El esfuerzo y la dedicación que Consuelo le dedicó a David tuvo frutos. Después de estudiar durante muchos años en grupos integrados en donde no podía darse el lujo de reprobar, David concluyó una carrera. Es un hombre casado de 42 años que con el tiempo ha trabajado con el lenguaje de señas mexicano.
Consuelo se quedó con la inquietud de saberlo, para comunicarse mejor con su hijo. Desde hace tres años toma clases para aprender, tanto la gramática como el vocabulario, y aunque todavía no lo puede expresar de manera fluida, ha recuperado recuerdos y sentimientos que se alojaban en una laguna de la incomunicación entre madre e hijo.
“Yo lo tuve que aprender para conversar mejor con él. En ese momento, yo no lo capté pero yo tenía un hijo que hablaba otro idioma que no pude aprender. Ahora platico con él sobre cómo le va en su vida, sus gustos y disgustos. Trato de disfrutarlo más".