Querido diario: El domingo, cuando Ernesto supo, como prácticamente todos, que Juan Gabriel había muerto, pensó que era una mala broma. Una de esas tantas veces que a un famoso lo matan en redes sociales, para que al poco rato anuncie que sigue vivito y coleando.
A los pocos minutos cayó en cuenta de que la noticia era cierta y se le heló el pulso. Casi sin darse cuenta se le inundaron los ojos y el corazón le dio un vuelco. Ernesto es divorciado, tiene dos hijos y es un contador público fiestero y noviero a quien le va bien en su profesión. Tiene buenos clientes y podría vivir desahogadamente de sus números y contabilidades, pero él, como yo, tiene una doble vida: Desde hace casi quince años trabaja también como doble de Juan Gabriel.
Es heterosexual y, en general, pasa desapercibido, pero cuando se caracteriza es otro. El parecido físico y de voz es muy convincente, pero los ademanes, el sentido del humor, la forma de convivir con el público y de usar sus canciones hacen fantástico verlo interpretar a Juanga.
Platicamos el martes. Sabiendo lo suyo con el Divo de Juárez y siendo uno de esos clientes a los que considero amigos, le llamé por teléfono para preguntarle cómo estaba. Había sido un día especialmente triste para él. El domingo se fue a Garibaldi, a cantar con los mariachis. A llenar con flores y canciones el recuerdo. Allí, cantándole al ídolo con la voz cortada, fue ahogando el mal trago en la mar de amor con que su público daba el adiós a la estrella.
El martes, en cambio, se instaló con la multitud en Bellas Artes, vestido como Ernesto vio pasar las horas esperando a su ídolo para rendirle un homenaje que no llegó. Entendió:
—Es cosa de la familia— Me dijo —Ya nos lo dieron mucho en vida, es su derecho si lo quieren para ellos ahora.
Se oía tristón cuando le hablé, así que le di ánimos y le pregunté cómo estaba llevando todo.
—Hice mi luto Lulú. Pero luego vinieron propuestas de chamba. Tengo invitaciones toda la semana, el viernes me quieren en Cancún y tengo unos amigos en Costa Rica que están organizando un homenaje y quieren que vaya — me contó Ernesto por teléfono.
Lo conocí hace un par de años. Me dijo que era contador y hasta el final me platicó de su doble vida y me invitó a verlo.
Me divertí mucho y se convirtió en uno de esos clientes con quienes, además, llevo una amistad. Cuando arruga la cara y puja se parece más y me hace reír muchísimo. Una vez me contó de los líos emocionales que le generaba jugar con su identidad de esa manera. Como Ernesto es un hombre casi tímido, pero cuando se vuelve Juanga, es como si una frontera se borrara y él, Ernesto, dejara de existir por unas horas. Como si de pronto apagara al contador público, padre de familia, hombre de números y le prendiera el switch al chico del Noa Noa. Entonces enloquece, hace ademanes y brinca, les canta a las señoras, se sienta en el regazo de los señores, los pone nerviosos, grita, cuenta chistes, se suelta el cabello y da un espectáculo divertidísimo.
En una ocasión le pregunté por qué pasa eso y me respondió que era por amor. La gente quiere a Juanga. Y es cierto: Una vez lo vi en vivo y tenía magia. No es sólo que conozcamos sus canciones y que sean llegadoras, Juan Gabriel tenía esa capacidad de treparse a un escenario y conectarse con su público. Hacernos cantar, entrar en el relajo. Su show era eso, una fiesta donde un hombre bueno, sensible, discreto en su vida privada, se alocaba en su vida pública y convertía el escenario en un circo de muchas pistas, poniendo a todos a cantar, canciones que no estabas enterada de que te sabías.
—Así, nos la pone fácil a sus imitadores —me dijo Ernesto aquella vez, como chavo travieso.
La primera vez que vi a Ernesto, después de verlo como Juanga, fue un sacón de onda. Caminé hacia él, me di media vuelta y me incliné mirándolo por encima del hombro con picardía. Sonrió y me ayudó a deshacerme del sostén. Estaba muy animado, pero yo no me podía quitar de la cabeza su imagen al estilo Divo de Juárez.
¿Te imaginas coger con Juanga? Está cabrón, por más que quieras, saca de onda. Entonces me senté con las piernas abiertas sobre su ingle, ofreciéndole mi cuerpo. Posó la nariz en mi espina dorsal, acarició con sus dedos mi piel erizada y aspiró con gusto llevando sus dedos escurridizos por entre mis costillas. Amasó con gozo mis pechos, sintiendo mis pezones activos.
Estaba excitadísimo. Arqueé la espalda, me apoyé con las manos en sus rodillas y empecé a moverme de arriba abajo, restregando mi humedad en su pieza. Mi clítoris rozaba la curvatura de su tallo, duro como roble. Lo miré entonces y, como dije, cuando arrugaba la cara se parecía más. No podía dejar de pensar que estaba con el mismísimo Juanga. Se lo dije y nos dio risa. Por fortuna pudimos superarlo, tuvimos sexo, se convirtió en cliente regular y nos hicimos cuates.
—Entonces ¿Irás a Cancún y a Costa Rica?— Le pregunté antes de despedirme.
—No sé. Si hacen un homenaje aquí, prefiero quedarme con él, como público—, me dijo.
Así es el cariño de un pueblo. Es amor de verdad, amor eterno.
Un beso,
Lulú Petite