Querido diario: A un cliente lo ganas o lo pierdes desde la llamada. Esta regla aplica en ambas direcciones. A un hombre que es impertinente al teléfono, lo corto, no le doy el servicio y ni modo, él se lo pierde. Desde luego, también, si yo no soy suficientemente coqueta y amable, quien llama puede decidir no cerrar el trato. Por eso hay que tener muy buen oído y confiar en la intuición.
Así conocí a Ramiro, de Hidalgo. Me habló un día hace como un año y preguntó sobre mis servicios. Le expliqué que incluían besitos, caricias, sexo oral y vaginal, todo con preservativo y bla, bla bla. Lo escuché dudoso, me cayó mal. Pensé que iba a colgar cuando hizo un silencio más o menos largo. Yo estaba a punto de mandarlo al cuerno cuando dijo.
—Ok, si quiero ¿Dónde nos vemos?
Y así fue. Esa misma tarde estábamos ponchando de lo lindo en un motel de avenida Patriotismo. Ramiro es un hombre amable. De mediana edad, cuerpo delgado, pero correoso, medio lampiño. Tiene la ceja poblada y una mirada que parece furiosa, aunque guarda muchísima ternura. También es muy tímido, aunque no lo parezca, tiene un pene tremendo y juguetón, y coge muy rico.
Ese día, le comenté lo que había pensado, que no solicitaría mi terapia, que lo había escuchado como si dudara. Él puso cara como si ni siquiera se acordara y masculló que simplemente imaginaba, después de mi descripción de los servicios, lo que podía y se le antojaba hacer.
A partir de ahí mi historia con Ramiro se ha desenvuelto sin complicaciones. Me llama cada cierto tiempo y nos vemos. ¿Qué tan complicado puede ser?
El jueves me habló temprano a ver si andaba disponible. No es de seguir las redes ni se entera tanto de lo que hago. Su comunicación es bastante directa conmigo. Llama, saluda, dice un par de chistes para abonar el camino y me pregunta si podemos armar un numerito en un par de horas. El jueves quedamos.
Estábamos, pues, en la habitación. Ramiro me llevó flores, pero no demasiadas. Un par de rosas arregladas con discreción. No sé por qué, pero me excitó mucho verlas mientras me batía encima de él, agarrándome el cabello y gimiendo con ahínco. Ramiro me sostenía firmemente por la cintura con sus manos robustas. Su pene me taladraba hasta la médula, ascendiendo como un cohete suspendido en el espacio cálido y apretado de mi umbral. Su pene, hinchadito y palpitante, se movía dentro de mí como un deseo en busca de la luz, incrustándose a su máxima potencia entre las paredes de mi vagina, empapada y gozosa.
La cama rechinaba debajo de nosotros. El aroma de nuestros cuerpos sudorosos nos impregnaba. Mis sonidos guturales de placer se mezclaban con sus gruñidos de ansia carnal. De pronto me agarró las nalgas, hundiendo en mis nalgas sus dedos rechonchos. Me meneé en circulitos, zampándome toda su pieza y dándomela hasta el fondo.
—No pares —me dijo, como si hablara en sueños.
Dejé caer mi torso sobre su rostro y mis tetas altivas cubrieron su boca. Él acomodó la cara entre ellas y aspiró, como si se agachara a oler flores. De repente sus manos fueron recorriendo mi cuerpo hasta llegar a mis pezones. Sus dedos traviesos se instalaron en mis pezones, que lamió como si se tratara de botoncitos de chocolate.
Gemí y gemí, sintiendo el corrientazo de placer que me provocaba su tacto divino, su forma de descubrir mis zonas erógenas, de revisitarlas como un visitante habitual. Arqueé la espalda y aumenté la velocidad de mi galopada, hincándome bien su miembro cada vez más prensado, más duro, más vibrante. Estábamos a punto de estallar. Se avecinaba una ola de caos, era inminente. Me aferré a él, muy juntita a su cuerpo empapado en transpiración. Él me apretó como si no quisiera soltarme jamás y empezó a darme y a darme, apoyándose con los pies sobre el colchón. Nos reventamos en una última andanada, el remate de una carrera hacia ninguna parte en este plano dimensional. Cerramos los ojos y nos besamos con las bocas abiertas, como tragándonos el aliento. Mordí levemente sus labios cuando sentí la ebullición. En el momento justo Ramiro hundió hasta la base su maquinaria intensa y bombeó su leche entera dentro de mí. Cuando anudé el condón, por poco se desborda. Nos sonreímos sin decir palabra y nos acostamos juntos otra vez.
Hasta el martes, Lulú Petite