Querido diario: Leonardo quería verme y tenía ya la habitación contratada.
—¿En qué hotel estás? —pregunté.
—Donde siempre.
—¿En el villas?
—Ese mero, en la habitación 315
—Voy para allá
Dejé mi coche en el estacionamiento, subí al elevador y oprimí el botón del tercer piso. En el pasillo me crucé con un chavorruco, ya sabes: cincuentón, pero con pinta de haberse escapado de un concierto de heavy metal: jeans y playera negra, que seguía como un lobito manso a una mujer inmensa y voluptuosa. El lobito me sonrió coquetamente a modo de saludo cortés cuando creyó que su novia no lo veía, luego abrió la puerta 314 y se metieron en su habitación, no sin que antes la señorita gorda me disparara una mirada fulminante, como si yo hubiera pedido la sonrisa de su güey. Caminé hasta la puerta con el número 315, respiré hondo, me relamí los labios y toqué.
Leonardo tenía la cara amable de siempre.
—Qué gusto verte de nuevo —me dijo con su sonrisa de dientes de perla.
Me encanta atender a Leonardo. Es un tipo muy gracioso y ocurrente, su conversación es inteligente y divertida. Claro. También es un tipo práctico. No me llamó para platicar, así que antes de que corriera más del tiempo que estaba pagando, se puso cachondo, como reclamando lo suyo. Lo ayudé a desabotonarse la camisa, mientras él acariciaba mis piernas y me tentaba lamiéndome los labios, mostrándome su sonrisa de príncipe urbano. Sus labios me imantaban. Entonces lo besé.
Nuestras bocas se prendieron en las llamas de la pasión. Pronto sus manos fueron al ataque y apresaron mis senos. Escurrió sus dedos por debajo de mi sostén y apretó suavemente. Estiré mi brazo y toqué su entrepierna, por encima de su bóxer. Estaba caliente y duro. Sonreí con sus labios aún fusionados con los míos. Entonces empecé a chaquetearlo.
Leonardo es de los que se dejan consentir, así que se la hice bien rico por un rato, hasta que ya estaba al tope de sus capacidades. Comencé a besarle el cuello, el pecho, el ombligo. Poco a poco fui bajando hasta tenerlo en mi boca, enterito y jugoso. Se lo chupé hasta el fondo, suavemente. Él acariciaba mis senos, mi cuello, me palmeaba suavecito las nalgas. Entonces empezó a masturbarme.
Sentí sus dedos traviesos recorriéndome por dentro, hurgando en el sitio indicado. Con la boca hecha aguas, en un trance de placer, le dije que ya no podía aguantar más, que me cogiera.
Me colocó a cuatro patas y se aproximó con su pene de acero inoxidable. Me lo enfundó completo sin dejar escapar un minuto de locura. Arqueé la espalda y empujé también, clavándome su palpitante tolete. Estrujé la sábana y me tragué mis gemidos cuando acabamos al mismo tiempo, empapados en sudor y boqueando en busca de oxígeno. Se hizo un silencio sepulcral, que fue de pronto interrumpido por unos gritos estrepitosos.
Era una pareja, justo al lado de nosotros, que peleaba a grito pelón.
De pronto, se oyó cómo abrieron la puerta, y un grito de mujer:
—Pues ahora, ni con esa puta ni conmigo, jálatela culero —después azotó la puerta y se oyeron sus tacones por el pasillo, luego se abrió la puerta de nuevo y él salió, quizá a perseguirla.
Entonces Leonardo preguntó qué onda y le conté el incidente del chavorruco y su novia.
Soltó una carcajada que me contagió a mí también. Lo hicimos una vez más, apasionada y locamente, estaba bien, quería cogérmelo, disfrutarlo y dejar que pasara el tiempo, así seguro, seguro, cuando bajara a mi coche, la gorda y su metalero ya se habrían ido.
Hasta el jueves,
Lulú Petite