Sabes a chocolate

Sexo 04/08/2016 08:54 Actualizada 19:31
 

Querido diario: Tenía medio día libre y pude dormir hasta tarde. Me preparé un desayuno rápido y comí de pie, junto a la mesa de la cocina, viendo la ciudad por el ventanal. Luego volví al sillón para tumbarme y leer en mi teléfono las cosas que me escribes por Twitter. Estaba a punto de cerrar los ojos cuando sonó el celular en mi mano. El deber llamaba.

—¿Bueno? —dije después de ver que el número de donde llamaban no era de la Ciudad de México. Se trataba de un cliente nuevo.

—Hola, soy Alberto, de Cuernavaca —dijo presentándose la voz al otro lado del teléfono.

Había leído una de estas colaboraciones hace unas semanas y se había quedado pensando en la anécdota que contaba.

—¿De verdad te pasan esas cosas? —me preguntó.

Entorné los ojos un tanto divertida y le contesté:

—¿Tú qué crees, Alberto, de Cuernavaca?

Hubo un brevísimo silencio al otro lado del auricular. Luego una risa franca. Tenía una voz seductora.

—Pues a mí se me hace que la realidad supera a la ficción.

—Muchas veces, sí —dije—. Pero si lo dudas, pruébame y compruébame.

Quedamos en vernos esa tarde. Aventé el celular al sillón, me levanté de un brinco y fui a ducharme. Antes de salir, eché un vistazo al espejo. Apreté mis senos para desbordar el escote y cerré la puerta.

La ciudad vibraba por el tráfico, creo que unos maestros iban rumbo al Zócalo, pero no los dejaban pasar. Igual llegué a tiempo. El joven del estacionamiento me saludó con una sonrisa, son lindos, me cuidan. Subí al ascensor y caminé por el pasillo hasta la puerta indicada.

Era un tipo simpático. El más típico prototipo del chavorruco. Alberto, de Cuernavaca, tiene unos cuarenta y cinco años, tenía el pechito hinchado y los brazos fornidos. Buen cuerpo, no panza, cuando mucho un par de pequeñas agarraderas a los lados. Usaba camisa manga corta de marca por fuera del pantalón. Tenía los ojos negros, pequeños, muy bonitos y expresivos, y el cabello muy poco, pero perfectamente peinado. Olía delicioso y tenía un aliento muy fresco. Había algo encantador en su gesto apacible.

—¿Ya ves?, le dije al presentarme. Soy real.

—Sí, dijo él besándome la mano como un caballero chapado a la antigua.

Me contó un poco de su vida: no se ha casado ni tiene hijos, vive en Cuernavaca con su mamá, le gusta la música y toca varios instrumentos algo entre el jazz y el rock, es profesionista y le va bien económicamente, pero ha decidido no medir la vida en años y vive como si fuera un chamaco.

Comenzó a desnudarse viéndome fijamente, mientras le explicaba nuevamente las cosas que podíamos hacer.

Entonces intervino en seco.

—Disculpa, dijo, quisiera pedirte algo.

En resumidas cuentas, quería hacerme sexo oral y que yo mientras comiera trufas de chocolate. Sí. Como suena. En todos los años que llevo rentándome me he topado con peticiones muy raras. Una vez un cliente me dijo que quería cogerme vestida de oso. Por norma general de seguridad, no suelo aceptar que me conviden cosas de comer o de beber, sobre todo si se trata de drogas o alcohol. Tengo mis parámetros definidos y hago que se respeten. Pero un caramelito no le hace daño a nadie.

—Me provoca morbo, explicó. Mientras yo te como, tú saboreas algo dulce en el paladar. Doble placer. Me encanta dar placer.

—Ok, fue toda mi respuesta, pues me pareció divertido y jamás se me habría ocurrido que semejante fantasía pasaba por la cabeza de nadie.

Me acosté boca arriba y me llevé el dulce a la boca. A mi lado había una cajita con trufas finas. Eran de varios sabores. Alberto, de Cuernavaca, me dio un beso muy intenso en la boca y luego, con su lengua mojadita y cálida, fue trazando una línea por mi cuello, mi pecho, vientre y más abajo.

Se me enchinó la piel y me dejé llevar. Lo hacía muy bien. Sabía cómo ejecutar brochazos precisos con la punta de su lengua. Me metió un dedo hasta el tuétano y le dio vueltas. Se sentía riquísimo. Apreté los puños en la sábana y empecé a gemir. El chocolate en mi boca se deshacía rápidamente y yo lo chupaba y chupaba con ansias, dejando que el sabor impregnara mi lengua, mi paladar, mi garganta. Me provocaba chuparme mis propios dedos. Me comí otra trufa. Dejaba que se deshiciera en mi boca, como él había pedido. Llegando adonde sabía que iba a llegar, agarré por el cabello a Alberto, de Cuernavaca, y apreté mi entrepierna contra sus labios carnosos. Todo me dio vueltas. Trituré el dulce con las muelas. Un splash de sabor abarcó mi gusto y me corrí a borbotones, gritando de placer y con espasmos.

Pero Alberto quería seguir. Se puso de rodillas y se mostró erecto.

—Hazme acabar, dijo suplicante.

Me coloqué detrás de él y comencé a llevarlo sin contemplación. Él, palpitante, tenso en mi mano, a puntito de estallar. Respiraba en su oído. Se corrió con un potente chorro de leche sobre la sábana. Aún me quedaba el regusto de los chocolates en la boca. Una sensación que ciertamente fue más deliciosa de lo que hubiera imaginado.

Un beso

Lulú Petite

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