Querido diario: En un negocio como el mío siempre debo guardar la compostura. El otro día, en el motel en el que siempre me acuesto con Santiago, me ganó la risa.
Estábamos haciéndolo de a perrito, así bien cachondamente. Nuestro deseo se había desatado y el calor en la habitación nos envolvía como si fuéramos los únicos sobrevivientes de un apocalipsis. Yo tenía la espalda arqueada, las pompas puestas en alto para su deleite y las piernas bien abiertas, ofrecida a plenitud. Él me sostenía con una mano por la cintura y con la otra acariciaba mi espalda. Yo me aferraba a la sábana con los puños apretados y, con la cara en una mueca de franco placer, me mordía los labios y gemía y gruñía, rabiosa y excitada al mismo tiempo. De pronto Santiago, al borde de su viaje de pasión, alzó una pierna para acomodarse mejor y la plantó sobre la cama. Sentí la puntada de su miembro entrar más a fondo. Me estremecí y empujé hacia atrás mi pelvis, clavándome un centímetro más de su pieza erecta, dura y palpitante. Entonces pasó.
Santiago llevaba los calcetines puestos. Eran unos calcetines negros, y un hoyo en el del pie derecho dejaba expuesto su dedo pulgar, que lo subía, cada que me metía una estocada. Eso, la verdad no sé por qué, fue un bajón. O, mejor dicho, un cambio radical en el ánimo general del momento. Toda la sensación de sexo se me esfumó y, por más que traté de controlarme, me ganó la risa. Traté de disimular apretando el rostro, cerrando los ojos, siguiendo el juego y meneándome bien rico, pero la risa me ganó el terreno. De pronto estallé y la verdad es que me dio mucha vergüenza.
Sé que no debí darle importancia y continuar con la chamba profesionalmente, pero el dedito saltarín me dio risa. Además, Santiago es muy alivianado y empezó a reírse conmigo también, sin siquiera saber qué estaba pasando. Nos tiramos exhaustos en la cama, riéndonos y abrazados.
—¿Qué onda? —preguntó riendo, confundido.
Lo abracé muy apenada y empecé a besarlo en el cuello, en las mejillas, en la frente, recuperando la compostura, luego le expliqué lo que había pasado y le pedí disculpas muy avergonzada. Él se miró los pies y vio sus calcetines, con el dedote de fuera. Empezó a reírse otra vez y me miró con cara de que todo estaba bien.
Santiago es veracruzano. Tiene cierto parecido con José José cuando estaba más chavito. Anda entre los cuarenta y los cincuenta, aunque luce muy joven. La verdad es que me gusta pasar tiempo con él. Me contó que ni siquiera se había dado cuenta del hoyo, asegurando que, en la mañana, cuando se los puso, no estaban rotos, aunque como a veces tiene la cabeza en las nubes, ya ni sabe.
Él me llama porque tiene un problema. Sus alumnas. Trabaja en una universidad y tiene alumnas muy guapas, pero él no puede arriesgar su carrera y prestigio por un romance con alguna de ellas. De hecho es muy respetuoso, pero a veces alguna le prende el motor de la imaginación y para darle mantenimiento y poder poner a prueba sus caballos de fuerza me llama a mí. Así aplaca las fantasías y no se mete en problemas.
Resulta que una lo traía loco y ya estaba harto de chaquetearse imaginándola. Necesitaba a una mujer de carne y hueso. Es divorciado, pero no se complica la vida.
Después de que me contó esto, se quitó los calcetines, los hizo bolita y los arrojó al piso.
Nos besamos nuevamente y retomamos el curso de nuestra pasión. Se colocó encima de mí y me levantó por la cadera. Apoyé mis talones sobre su pecho y estrujé todos mis nervios cuando me penetró. Lo sentí en la médula, en las entrañas como un clavo ardiente y perturbador de mis más claros deseos. Cerré los ojos con el ceño apretado y me dejé taladrar una y otra vez. Hundió su cara en mis tetas y lamió muy delicadamente, haciendo circulitos con su lengua en torno de mis pezones erectos y sensibles. Me abracé a su espalda y hundí las uñas cuando se acercaba el momento de descargar toda la tensión. Ya no había risa, todo era muy serio, pero muy divertido al mismo tiempo. Un relajo de gemidos, gruñidos, palabras sucias susurradas al oído y muchos besitos y mordiscos de placer. Entrelazamos las piernas cuando se avecinó el orgasmo. Santiago empujó hasta el fondo, clavándose en mí con potencia, pasmado y firme. Yo ahogué un grito en el borde de mi garganta y apreté para contenerlo. Lo sentí pulsar dentro de mí, poco a poco, a presión.
Con mis pies acaricié sus piernas y sentí en una de ellas el dedito aquel. Sonreí y abracé a Santiago. Me gusta saber que algunas veces soy una fantasía y otras ¿Por qué no? Una válvula de escape.
Hasta el martes,
Lulú Petite