Querido diario: En estos días, con el eclipse lunar sonrojando la noche, me puse a hurgar en los recuerdos y me vino a la cabeza uno de mis clientes de la época en que trabajaba en agencia. Ahora sólo atiendo en moteles, pero con El Hada íbamos a domicilios. Nuestros clientes eran, principalmente, señores de mucha plata con casas en las zonas más caras de la ciudad.
Uno de sus clientes tenía un departamento en el último piso de un lujoso edificio de Polanco. Digamos que se llamaba don Telescopio, porque tenía uno precioso en su recámara. Él era europeo y tenía a su familia allá, así que aquí vivía solo y con suficiente solvencia para darse gustos caros.
En una ciudad como la nuestra, el cielo de noche es generalmente una nata gris oscura que difícilmente deja ver estrellas, por lo que él usaba su telescopio sólo para mirar la ciudad desde arriba, pero esa noche, el cielo estaba despejado, la luna enorme brillaba frente a nosotros y el artefacto tubular, de negro esmaltado, con la enorme lente, apuntaba directamente al astro.
El cielo se veía precioso, la luna plateada iluminaba la habitación, amplia y con luces tan tenues que casi eran penumbras, por la puerta del balcón entraba un aire fresco y la música suave ponía el ambiente de lo más romántico. Aproveché este momento y comencé a desvestirme.
Me mordí los labios y esperé a que viniera por mí. Sus brazos eran firmes y diestros. Sus manos expertas sondearon mi piel erizada, apretaron mis senos. La punta húmeda de su lengua caliente orbitó varias veces el borde de mis pezones. Mi estómago sentía el suyo, su respiración agitada, su cuerpo ardiendo y sudoroso, su pene creciendo.
Lo agarré por los hombros y lo arañé suavemente. Su peso era ideal, me oprimía contra el colchón y me mantenía en mi sitio, sin escapatoria. Nuestros labios crearon supernovas de placer. Y su miembro, grosor adecuado, con texturas y tracción, excavando dentro de mí con destreza. Hurgando en las paredes de mi vagina, empujando, rozando y humedeciendo la carne rosa de mi interior.
Podía sentirlo gotear sus fluidos, chorreando y supurando su esencia natural. Mis sentidos estaban descolocados, como si viera estrellas. Me encanta traer a los hombres hasta este estado de caos y estallido, un vacío inofensivo como el cosmos.
No fue rápido, sino intenso. Vaya que fue intenso.
Él, después de desechar el preservativo, miró su reloj:
—Es hora —dijo.
Corrió en cueros al balcón y alzó la vista. Luego tomó su telescopio y se asomó en la mirilla.
—Ven —dijo extendiendo su mano.
Yo me puse de pie y caminé hasta él, con la sábana enrollada a la altura de las axilas.
—Mira —su dedo señalaba la luna.
Cerré un ojo y apunté con el otro en el pequeño visor. Era bellísimo.
El astro estaba ennegreciéndose poco a poco, adquiriendo una tonalidad roja, como si la hubieran sumergido en granadina.
Observamos en silencio, tomando turnos para ver por el telescopio. Cuando yo me inclinaba, la mano de don Telescopio subía y bajaba por mi espalda, trazando la línea de mi médula hasta llegar a la parte inferior, rozando mis nalgas. Poco a poco se iba acercando y pegándose a mí. Podía sentir su aliento tibio en mi oreja y en mi nuca. Me tomó por la cintura y me atrajo hacia él. Estaba listo para otro evento. Su otro telescopio también apuntaba al cielo, en busca de la luna entre mis piernas.
Lo arrastré de vuelta hacia la cama y cubrí a los dos con la sábana. La luz roja de la luna hacía que pareciera un resplandor sanguíneo, como salido de una pesadilla erótica.
Metí dos dedos en su boca y luego me los llevé al clítoris. Me toqué y le di un condón para invitarlo a que se uniera. Me penetró, yo a horcajadas y estrujando la sábana para no arañarlo a él. Entraba a placer, sin contratiempos, embadurnando con el lubricante nuestras ingles sudorosas. Me apretaba las nalgas, como a mí me gusta y hacía que mis piernas se estremecieran. Estaba debajo de él, con las rodillas pegadas a mis hombros, cuando volví a mirar la luna. Era una pepita de cobre colgada en el firmamento. Un globo extraño. Él gritaba enloquecido, hurgando en mí, insistiendo sin parar. Me abracé a su pecho y agarré mis manos en su espalda. Él me mordisqueó una oreja, con suavidad. Hundió su cara en mi cabello y aspiró mi aroma como si se tratara del oxígeno que le hacía falta para continuar. Sentía la tensión en su musculatura, la presión que emitía a su pelvis y se concentraba en mis caderas. Se aferró con mucha fuerza a mi cintura y me jaló a medida que se vaciaba, expulsando su semen y exhalando con la cara comprimida de placer.
Yacimos un rato así, acoplados el uno al otro. El tiempo se medía por los cambios en las tonalidades de la luna. Del rojo intenso pasó a un rojo acuoso, casi transparente. Era más fácil apreciar su esfericidad de esta manera. Lucía como un ojo que nos veía, desnudos y cómplices.
Don Telescopio fue un cliente muy especial. Un día, cuando regresaba a su país, me dijo que se había enamorado y me propuso matrimonio. Pero como decía la nana Lencha, esa es otra historia, la de otra noche con la misma luna.
Un beso
Lulú Petite