Querido diario: Esteban se inclinó como un felino y acarició con su barba la parte interna de mis muslos. Gemí. No podía evitarlo. Todo el cuerpo empezaba a hervirme, presagiando lo que se avecinaba.
A Esteban lo conozco desde hace mucho. Es un cliente, por decirlo de alguna manera, habitual. Nos vemos unas tres o cuatro veces al año. Podía escoger a otras, no sé, para variar digo yo, pero según él, aunque a veces se lo piensa, siempre me escoge a mí. Me ha contado que hace tiempo sí trataba de buscar nuevos sabores, una vez que contrataba a una chica, no repetía, pero eso a veces lo llevaba a buenas experiencias y otras a malas. Chicas con las que no tuvo buena química (que, en el sexo, es fundamental). Ahora prefiere ir a la segura, y como conmigo se la pasó bien desde el principio, decidió elegirme.
Es chiapaneco de nacimiento, chilango de crianza y tuleño de corazón (no sé si lo de tuleño me lo dice por albur o porque vivió un tiempo en Tula, tampoco le he preguntado, prefiero hacerme la que no entiendo).
El otro día llamó porque quería sexoterapia. Habían pasado varios meses desde la última vez que nos vimos.
—Qué milagro —le contesté al escuchar su inconfundible voz carrasposa.
—Ya ves, mi Lulú —me dijo él—. El trabajo no me deja escaparme todo lo que quiero, pero el fuego no se apaga.
Lo imaginé al otro lado de línea, con su sonrisa de villano guapo, sus labios carnosos y su eterno tic de mover la cabeza como si le dijera que no a todo.
Quedamos en vernos en el motel de siempre. Media hora más tarde estaba boca arriba, en la cama de su habitación, con las piernas abiertas y apretando la sábana con los puños bien cerrados.
—No pares —gemí otra vez.
Se tomaba su tiempo, pero él sabe cómo. Con la punta de su lengua recorrió mi entrepierna, como trazando la ruta de una travesía por un mapa invisible. Poco a poco se fue acercando y acercando al centro, sobrevolando con su respiración cálida cada tramo de mi zona más peligrosa y excitante. El truco en el preámbulo está en saber cuándo ofrecer lo que se espera que se ofrezca. Esteban es un experto.
—Ya, por favor —supliqué al borde de ese desespero que se funde con la excitación.
Aún así se tomó su pausa. Besó mi corola, recorrió con sus labios los míos y entonces se concentró en el botón que disparaba todo mi placer. Fue una especie de alivio y de tortura divina. Todo mi cuerpo empezó a descargar información enloquecida. Las sensaciones tomaron el control y mi mente entró en modalidad delirio. Un torrente ardiente atravesó todo mi sistema nervioso y un velo de irrealidad me cubrió de adentro hacia afuera.
Hundí mis dedos entre su cabellera rizada y entorné los ojos. Su boca me apasionaba allá abajo, cubriendo con sus jugosos labios mi clítoris erecto. Estímulos e impulsos, parecidos a pequeñas descargas eléctricas, se esparcieron por todo mi ser. Apoyé los pies en sus hombros y estiré el cuello con su nombre atravesado en mi garganta.
Como si leyera mi mente, se detuvo. Quería que me cogiera. Se limpió el mentón con el dorso de la mano, se puso rápidamente un preservativo y se colocó encima de mí. El peso de su torso sobre mis tetas me generó una ansiedad gustosa, una especie de prisa por sentirlo dentro, una necesidad voraz por tenerlo en lo más hondo.
Apoyé los talones sobre sus hombros y nos acomodamos para empezar la faena completa. Su estaca se incrustó en mi umbral como si siempre hubiera pertenecido allí. Lo jalé por las pompas, atrayéndolo más hacia mí, obligándolo a empujármelo más y más, sin parar. Entonces comenzó a agitarse. Me estremecía, pero me fascinaba. Su respiración agitada, nuestro sudor juntándose en una sola masa animal y primitiva de sexo y pasión desbordada.
—No pares —le supliqué gruñendo—. No pares nunca.
Esteban es de los que hablan poco, pero cómo se menea. Se metió dentro de mí como una lanza y apretó su cuerpo hasta hacerlo uno con el mío. Rasguñé su espalda cuando acabamos al unísono, tragándonos nuestros gritos de placer absoluto, pujando con nuestras entrañas, con nuestro último aliento, con toda la energía depositada en desatar los fluidos y descargar lo que nos quedaba por dentro.
Hasta el martes, Lulú Petite