Querido diario: Hace unos días atendí a Luis. Es alto y muy delgado, de manos largas y huesudas, piel blanca, cabello rubio, sonrisa franca, barba de chivo y mirada soñadora. Él es más chilango que las quesadillas sin queso, pero su padre, madre y abuelos son italianos. Aun así, nació, creció y ha vivido siempre en la Ciudad de México.
Luis es sumamente tierno y un poco tímido, pero de algún modo traía tantas ganas de coger, que venía filoso, como marino. Apenas habíamos cruzado las rigurosas palabras de saludo, cuando mirándome a los ojos con lujuria, entrelazó sus dedos con los míos.
Su mano temblaba cuando tomó la mía y le dio un beso en el dorso, clavándome su mirada en las pupilas, mientras bajo su pantalón creció una potente y generosa erección. Puse mi mano libre sobre ella y la apreté con fuerza, como a un limón. Supongo que eso lo excitó aún más, porque se puso como león en celo.
No sé qué habrá pasado, si eran las feromonas volando en la habitación, el estilo tímido-libidinoso de mi cliente o simplemente ganas de dejarme llevar, pero comencé a lubricar. Lo quería dentro, lo quería ya y lo quería fuerte. Le exigí, gimiéndole al oído, que me cogiera.
Sobrexcitados nos besamos y acariciamos. Es impresionante como, a veces, un desconocido puede ponerte tan caliente con apenas unas caricias. Él, enorme y a punto de la eyaculación desde las primeras caricias; yo, empapada y nerviosa, como si apenas comenzara en el oficio.
Al fin, después de quitarse la playera, me empujó suavemente hasta ponerme contra la pared, frotando mi sexo mientras me comía los senos; yo, medio desnuda, con la espalda en el muro y el vestido levantado, quedé indefensa. Lo vi tomar un condón de los que había puesto sobre el tocador, ponérselo él mismo sin quitarse los pantalones, apenas desabotonándolo, bajándose la cremallera y sacando su miembro por encima del calzón, me dio medio vuelta, poniendo mis senos contra el yeso y sentí el colosal miembro penetrarme con energía, con una mano apretándome un pezón y la otra acariciando la cumbre de mi sexo, donde ya me taladraba su herramienta, mientras me susurraba al oído, jadeando, esa poesía vulgar que se le dice a alguien cuando la tienes gozando. El orgasmo fue inmediato.
Rendidos y medio desnudos nos tumbamos en la cama. En su brazo izquierdo luce un tatuaje con un águila real y en su hombro derecho algo parecido a una cucaracha. A pesar de su extrema delgadez, su complexión es maciza, como si estuviera hecho de cantera. Unos vellos dorados le cubren brazos y piernas, usa piocha y bigotes tupidos. Tiene los ojos cobrizos y la piel bronceada. Podría decir que es guapo.
Venía regresando de un viaje a Italia. Fue a pasar tiempo con su familia de allá y me dijo que le provocaron risa los memes y comentarios que en los últimos días se leyeron sobre el cambio de nombre de este changarro, de Distrito Federal al oficial de Ciudad de México.
Me cuenta que, al menos en Italia y otros países de Europa, la noticia les tomó por sorpresa porque ellos siempre habían pensado que la Ciudad de México se llamaba Ciudad de México. ¡Punto! Así se le ha conocido siempre y así le llaman en los aeropuertos, agencias de viaje, internet, en todos lados. Nunca, nadie, ha viajado desde Europa al Distrito Federal, siempre ha sido a “Mexico City”. De todos con quienes conversó allá, no encontró a ninguno que supiera que nuestra ciudad no se llamara como siempre la han conocido.
Me contó todo eso en una especie de plática entre el asombro y la nostalgia. Ama la ciudad, sus parques, su gente, su comida, sus costumbres.
Realmente es una ciudad hermosa.
¿Qué amamos de la Ciudad de México? ¿Su Zócalo? Corazón del mitin y el panfleto. ¿Su Ángel? ¿Reforma, Insurgentes, la Roma, la Condesa, Polanco, Santa Fe? ¿Sus noches, sus días, sus multitudes? ¿Esa capacidad de hacerte perder en el anonimato de un hormiguero y, al mismo tiempo, hacerte sentir parte de una familia?
La ciudad ha cambiado. Aquella en que crecí la han ido demoliendo y sepultando en kilómetros de concreto, segundos y terceros pisos, rascacielos, semáforos inteligentes, parquímetros idiotas, fotomultas, metrobuses, bicicletas, plantones, distancia, túneles, pistas de hielo.
Amamos una ciudad maquillada, que presume su cara lavada y bonita, distante de esa ciudad real, metropolitana, esa ciudad que rebasa las fronteras de la división territorial, que va de Neza a Cuajimalpa, del Chiquihuite a Milpa Alta, de Izcalli a Villa Olímpica, de Ecatepec a la Doctores, de la Villa a Tultitlán, de Indios Verdes a Universidad.
Este gigante de asfalto, acostumbrado a vivir a vuelta de rueda.
Ya no existe el Distrito Federal, ha sido extendido por decreto su certificado de defunción.
—¿Qué importa? —me dijo Luis, tomándome la mano —a fin de cuentas para todos, esta ciudad siempre ha sido y seguirá siendo la misma: Esta ciudad es México.
Me miró entonces de una forma en que era imposible contradecirlo y, con ternura, me hizo el amor de nuevo.
Un beso
Lulú Petite