'Llámame Juanjo', por Lulú Petite

12/01/2016 03:00 Lulú Petite Actualizada 09:12
 

Querido diario: Confieso, soy una adicta. Aclaro, una adicta a las redes sociales. Desde mi punto de vista son tan necesarias que no puedo dejar pasar un día sin navegar por las aguas virtuales. Ni hablar de lo beneficiada que me he visto. 

Algún cliente una vez me dijo que internet es un espacio virtual donde algunas personas muestran su inteligencia, mientras que otras esconden su estupidez. ¿O era al revés? En fin, para mí las redes tejen una comunidad y en las comunidades cabemos todos con nuestra sabiduría, con nuestro aporte, con nuestro humor, con información y claro, no lo niego, con mucha miseria y tonterías. Pero todo se pone de manifiesto en esa vitrina, para que quede ahí y pueda ser juzgado o filtrado según nosotros, los usuarios.

Es como si las redes ampliaran el espectro. No en vano el mundo está manejándose prácticamente por esos medios, sobre todo en términos de oferta y demanda. Aquel cliente, si acaso, revisa su correo. Se quedó en la era analógica. Yo prefiero estar más a tono con los tiempos.

Mi casa es Twitter. El pajarito azul con sus 140 caracteres me ha permitido, además de compartir mis inquietudes y construir mi espacio de información, establecer una imagen más clara de lo que quiero proyectar dedicándome a lo que me dedico.

Una plataforma que en poquitas palabras, permite dar otra versión frente al estigma y los prejuicios que existen contra un oficio como el mío. Amo a mis seguidores e interactuar con ellos. Sobre todo porque refuerzan el reclamo de un espacio para nosotros.

Lo más raro que me pasó esta semana se relaciona con esto. Conocí a un septuagenario 2.0.

—Las tecnologías son para todos, sin importar la edad —me dijo cuando le pregunté por su interés en mi cuenta de Twitter.

Cuando me contactó, me imaginaba a un cincuentón más o menos moderno, pero qué iba a saber yo que este cliente, bastante más veterano, tendría un ideal tan contemporáneo dentro de su cabeza medio calva y bordeada por canas despeinadas.

—Soy  Juan José. Llámame  Juanjo  —dijo al dejarme pasar a la habitación.

Había visto mejores días en el pasado, sin duda, pero conservaba un vigor juvenil en el brillo de su par de ojos tan negros como gotas de petróleo sobre la nieve. Me senté en la cama y crucé las piernas. Le hice un par de preguntas para empezar a conocernos.

Entonces me contó parte de su vida. Nació en Monterrey y laboró como ingeniero en la CFE durante muchos años antes de jubilarse. Así que no le resultaba complicado entenderse con una computadora. Igual me extrañaba que disfrutara tanto, al igual que yo, de la vida virtual. Me había encontrado gracias a Twitter.

—Todos los dispositivos de ahora son fáciles de usar. Cualquiera con dos dedos de frente puede aprender a manejarlo. La cuestión es invertir tiempo en lo que ofrecen —me dijo sentándose del otro lado de la habitación. —Como verás, yo tengo que aprovechar el tiempo que invierto.

Algo le aquejaba. Por más duros y experimentados que sean, todos los hombres se descosen por alguna parte. Lo invité a venir conmigo, pero hizo un no con la cabeza y me pidió gentilmente que me desnudara. Quería verme así, sin más. Era muy dulce al hablar.

—Amo a mi esposa —dijo—, pero creo que ella no me ama a mí.

Fue como un cubetazo de agua helada. Desde que sus hijos se fueron de casa, las cosas no han sido lo mismo. Algo pasó. Su mujer se convirtió en un terreno árido y la relación, bueno, se había marchitado con sus años. Lo único que tenían en común era que vivían en la misma casa.

Lo escuché atentamente. No sabía qué decir.

—Mi deseo no es volver a ser el Popocatépetl en la cama, como en mi juventud —dijo—. Esa época ya pasó. Simplemente me daría gusto sentirme amado y hacerle sentir eso a ella también.

Caminé hacia él y me senté en su regazo. Él posó una mano en mi rodilla y acarició con suavidad y ternura. Saqué un botón de su camisa y deslicé una mano en su pecho. Su corazón latía a borbotones. Entonces le dije bajito, al oído:

—Muéstrale esto. Revive ese sentimiento mostrándole lo que tienes aquí dentro —agregué poniendo la mano encima de donde debe estar su corazón—. Un hombre tan astuto como tú puede levantar cualquier cosa. Incluso el ánimo.

Don Juan José me besó en la mejilla. Pasé el resto de la hora desnuda, escuchándolo hablar de su esposa. Era raro, no quería engañarla, pero quería volver a ver a una mujer desnuda. Tocarme, sentirme. Lo dejé acariciarme cuánto quiso. No me besó, no se quitó la ropa, no sé siquiera si logró una erección, simplemente quería pasar sus manos tibias y serenas por los caminos de mi piel, de vez en vez, respiraba hondo, no sé si eran suspiros o ganas de grabarse mi aroma en la memoria. Pasadita la hora, me dio las gracias y, después de una conversación deliciosa, nos despedimos.

¿Cómo llegó este hombre y esta historia a mi vida?, pensé oyéndolo describir cómo conoció a su esposa, en la fila de un banco donde él cobraba su quincena y ella era cajera. De no ser por las redes, quizás nunca se hubiera abierto el camino para que encuentros como este sucedieran.

Un beso

Lulú Petite

 

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