'Con los tacones puestos', el relato de Lulú Petite
Querido diario: —Déjate los tacones—me dijo —quítate todo lo demás e inclínate contra la pared.
Momentito. Barájemela más despacio. Híjole porque para eso de recibir órdenes sí soy muy mala. Incluso en aquellos tiempos que taloneaba de mesera, si un comensal llegaba a pasarse de veras de gandalla, se arriesgaba a que me hurgara la nariz y le revolviera la sopa con el dedito. Digo, de algún modo hay que sacar el estrés y darle una ayudadita al karma con los pasados de lanza. Ni modo, a mí no me gusta que me hablen feo, ni golpeado, si lo piensas hacer, te has de atener a las consecuencias.
Está bien, no rento mi tiempo para dar clases de macramé y el sexo, de un modo u otro, tiene lo suyito de rudo, pero primero hay que ponerle un poco de romance, algo que caliente el corazón, para que después haya fuego entre los muslos, pero eso de llegar así nomás dando órdenes, pues no, lo mío es rentarme de puta, no de esclava. La diferencia es mucha, por más que le busques coincidencias.
¿Entonces por qué se lo permitía? Ah, pues porque a él lo conozco y sé que es todo un caballero, pero que a veces, cuando de plano ha tenido una semana de los mil demonios en su trabajo y viene con ganas de una buena cogida, se pone un poco mandón y, bueno, pues se lo acepto, sé que es sólo para ponerse cachondo.
Siempre que sea un juego, puede prestarse una al asunto del mandoncito.
Él, además, sin ser un típico guapo, tiene una personalidad fulminante. De ese tipo de personas de las que te gusta todo, aunque no puedas decir algo en particular que caracterice su guapura ¿Me explico? Generalmente es dulce y de modos delicados, casi como si lo nuestro fuera un romance, pero te digo que de vez en cuando se pone mandón y, no sé, eso me excita. Tiene un modo de jugar al rudo que, con él, hace que el corazón me brinque, el sexo lubrique, mi piel se erice y me den ganas tremendas de que me la deje ir todita.
—Desnuda, sólo quiero que te quedes con los tacones puestos —repitió en tono más enérgico.
No podía resistirme a sus órdenes, que llegaban a mis débiles oídos en esa forma extraordinaria que es su voz grave. Ese tono entra por mis tímpanos y de ahí en adelante las ondas sonoras recorren mi cuerpo arrasándolo todo, haciendo que colapse y se rinda ante él.
—Inclínate lentamente —dijo de nuevo.
Su presencia llenaba todo el espacio de la habitación. La luz estaba apagada, pero podía sentirlo en cada rincón y en cada centímetro de pared. Me incliné y alcé las nalgas.
—Tócate —mandó él.
Estiré y me toqué. Rocé los labios de mi vagina y se la ofrecí abierta como una flor en verano. Hundí los dedos hasta la última falange. Con la otra mano trataba de sostenerme. Escuché sus pasos sigilosos y altaneros. Miré hacia atrás entre mis piernas y vi las puntas de sus zapatos. Recostó su ingle en mis nalgas y sentí la dureza de su sexo. Lo restregó en mí con diligencia, haciéndolo encajar en los pliegos de ropa que nos separaban.
—¿Estás lista?
—Sí —dije gimiendo.
Escuché que se desabrochaba el cinturón y vi que sus pantalones descendían hasta sus tobillos. Luego se quitó los calcetines y los zapatos.
—Quédate así, no te muevas —dijo, y me derretí en este pequeño momento de preámbulo, imaginado lo que se avecinaba.
Pero ni la imaginación hubiera podido prepararme para aquello. Se colocó el condón y apuntó hacia el centro. Primero jugueteó con la puntita, escarbando en los labios de mi vagina, repartiendo los jugos por mi empapada vulva. Luego lo metió de un empujón neto, preciso, que me estremeció como una descarga eléctrica.
—Dime que quieres más.
—¡Quiero más! —dije.
—¿Quieres más?
—Sí, quiero más.
O era la pared o era yo, pero algo retumbaba en la habitación. Podía desarmarme en cualquier momento. Sus manos robustas me mantenían afincada en mi posición. Sus dedos, gruesos como tenazas, me sostenían por la cintura. Entonces comenzó a clavarse con velocidad. El golpeteo de sus muslos con mis nalgas provocaba fuertes chasquidos que me hacían gritar de placer.
—Quiero más —grité ansiosa.
Me jaló por la cintura y me hizo arquear más la espalda. Repitió un latigazo de su cuerpo contra el mío, azotando la piel ya enrojecida de mis glúteos temblorosos. Cerré los ojos y extendí las manos hacia los lados, como si tratara de contener algo.
—Di que te gusta.
De lo rico que se sentía, no podía pronunciar palabras.
—¡Dilo!
Hice un esfuerzo y, con la garganta tensa por el placer, gemí:
—Me gusta.
—¡Más fuerte!
—Me encanta.
Él no paraba. Hacía que todo temblara, como si fuera el epicentro de un terremoto. Su ingle colisionaba contra mi retaguardia y provocaba espasmos en mi cuerpo. Lo hacía fuerte y constante, sin detenerse. De repente escurrió sus manos hacia mis senos y los sostuvo mientras arremetía con más potencia.
—Di que lo quieres todo.
—Lo quiero todo. Dámelo, dámelo.
—¿Lo quieres?
—Sí, todo, lo quiero todo —grité.
Apretó con fuerza mis tetas y hundió su cadera en la mía. Bombeó hasta quedarse seco y se desplomó en la cama. Al final, yo permanecí en pie, sólo con los tacones puestos, mirándolo abatido después de semejante sismo.
Hasta el jueves
Lulú Petite