Querido diario:Augusto tiene un problema. Bueno, él lo llama así, pero a mí me parece tierno. Es un romántico empedernido. Le encantan las mujeres y se la vive enamorado de todas. Bueno, no todas, pero digamos que una gran cantidad se le ha metido entre la espalda y el pecho y muchas de ellas, han cedido a sus solicitudes. Porque debo decir que Augusto, a su manera, es encantador.
Se está acercando sigilosamente a los 50, es medio pecoso de cara y tiene los ojos muy oscuros, como si fueran el universo con la luz apagada. Sé que tiene lana, pero nunca nos hemos puesto a platicar de dónde sale. En realidad, siempre me habla de sus compañeros, de la hija que tuvo con su ex esposa. Y bueno, de sus mujeres. Hasta me pide consejos para enamorarlas.
Él conoce a una chica que le parece guapa, y sucumbe. SI las cosas se dan trata de enamorarla. No es grosero ni acosador. Tiene encanto. Acepta un no con la firmeza de un roble, pero sabe trabajar un sí y es paciente. Nunca se precipita. No coquetea desde la primera vista, sino que va dejando que las cosas sucedan.
Augusto me cae bien y a pesar de que su récord de enamoradas es razonablemente bueno, no todas caen. Un par le han dejado el corazón maltrecho. Porque, para su mala fortuna, el asunto es que a él no le gustan simplemente, él se enamora.
De hecho, precisamente por eso fue que me llamó ayer. Yo había salido hacía poco rato de un motel y estaba atorada en el tráfico chilango.
—Hola, Lulú —dijo apenas contesté—, ¿Estás disponible?
—Para los que son como tú, siempre —contesté. La verdad es que su voz me pone de buen humor.
No soy de hablar de más por teléfono, menos mientras conduzco, pero a Augusto hay que darle cuerda y él se va por la tangente antes de finiquitar el negocio, más cuando anda así alicaído. Además, habla lento y con un tono tan pausado que parece político tabasqueño. Agendamos la cita.
En el motel, tenía la cara como si hubiera bebido aceite de motor, pero lucía impecable en su traje plomo y su camisa color ostión. Estaba algo liado con otra de sus “conquistas”. Resulta que la güera era una mujer casada y que ya había embarrado las cosas.
—Ya, yo te entiendo —Dije. Y lo besé, una, dos y tres veces, acaparando su atención, despegándolo de su mal rato. Infalible.
Sus manos se precipitaron en mi cadera y apretó su cuerpo contra el mío. Su entrepierna despertaba de su tristeza y su rostro adquiría una versión más a tono con lo que iba a pasar.
Su lengua bordeó mis labios y los poros de mi piel se abrieron de la excitación. Gemí y me entregué a sus designios cuando me besó los senos, me lamió los pezones y sus dedos se marcaron firmemente en mis nalgas, que apretó con fuerza y decisión, atrayéndome hacia sí.
Le puse el condón con la boca y ya listo y con los motores cachondos encendidos, se abalanzó sobre mí y me penetró con potencia y soltura. La cama brincó con el empujón y se sintió tan rico que me mordí los labios para no gritar.
Mi pecho acariciaba el suyo, empapado en sudor y nuestras pieles encontraban en esa fricción un gusto renovado, un tacto de pasión y deseo. Rodamos por la cama y terminamos de costado. Alcé una pierna y la apoyé sobre su torso. Estrujé la almohada como pude y aguanté la arremetida. Se había desbocado, empujando y retirando su cadera sin parar, galopándome a todo dar. Su aliento en mi cuello, sus manos acariciando mi espalda, mis curvas, mis tetas voluptuosas. No podía más. Cerré los ojos y todo se me fue a una pantalla blanca. Oí el grito guerrero de Augusto, quien se deshizo de todo su pesar en tres segundos eternos.
Me contó un poco más de la güera. Su conquista. El cuento era lago. Él enamorado, ella casada. Ella necesitaba dinero, él no sabía qué hacer, además de apaciguar su la calentura conmigo.
—Si la quieres y le puedes ayudar, hazlo. Pero no esperes nada. Si te duele, aléjate —Dije, tratando de buscar una respuesta útil, volví a besarlo y, entre caricias, regresamos al amor y cogimos hasta no poder más.
Al final, nos quedamos como si hubiéramos sobrevivido un cataclismo. Yo no seré una de sus conquistas, pero sé cómo ayudarle a olvidar sus naufragios emocionales.
Hasta el jueves, Lulú Petite