Querido diario: Abro los ojos después del amor, con la cabeza en la cuna que forman tu clavícula y tu hombro. Siento tus dedos trazando líneas en mi espalda desnuda, mientras los míos se enredan traviesos en el vello de tu pecho. Hueles rico. Llevamos tumbados varios minutos. Estoy viendo hacia tus pies, pero sé que sonríes porque yo también lo hago. La sonrisa es un efecto involuntario del placer. Cuando se está feliz, inevitablemente las comisuras de los labios caminan hacia arriba. Cuando volteo a mirarte lo compruebo, una sonrisa amable ilumina tu cara.
—Me gustas bonita, me gustas mucho.
Miro tus labios moverse y las palabras salir como si fueran parte de una declaración casi amorosa. Tienes una voz potente. De ese tipo de timbre tan varonil que al vibrar me pone a lubricar. Me estrechas con tu brazo y siento tu mano acariciar mi hombro. Siento también, desde luego, el metal frío de tu argolla matrimonial, acompañar esa caricia clandestina.
—Tú también me gustas, respondo.
Estoy cómoda contigo, sintiendo tu pecho moverse al ritmo de tu respiración, escucho los latidos de tu corazón y siento el calor de tus brazos en una habitación rentada por horas, sólo para nuestro placer. No hay amor entre nosotros, pero al menos en este momento, sé que no quiero estar en ningún otro lugar que no sea tu cuerpo.
Te conocí hace un mes en otra habitación de este mismo refugio. Fue uno de esos calambres a primera vista. ¿Qué te digo? Debo reconocer que, en las artes del romance, llevo la de perder cuando conozco a alguien en los trajines de mi oficio.
No es lo mismo cuando empiezas a hablar con una persona sin saber qué va a pasar, que cuando entras al ruedo sabiendo de antemano que fuiste allí para coger, que no te puedes dar tu taco.
Es complicado, pero también liberador. Si te hubiera conocido en cualquier otra circunstancia usando tu anillote de casado, no habría tenido otro remedio que mandarte a la tiznada. Ni modo, fuera del oficio, cuando ando como Bárbara Gordon, el hombre casado es plato prohibido, pero como Putichica, ultimadamente es trabajo, así que el estado civil viene siendo lo de menos, puedo cogerte sin remordimiento, pues como bien decía Sor Juana Inés: ¿O cuál es más de culpar, aunque cualquiera mal haga: la que peca por la paga o el que paga por pecar?
He de reconocer que comenzaste a hipnotizarme desde que escuché tu voz al teléfono. Ese timbre que tienes seduce en cuanto comienzas a hablar. Me dio curiosidad conocerte, así que me puse bonita y fui a la habitación donde estabas hospedado.
¡Qué flechazo cuando te vi! No eres guapo. Lo aclaro para que no pienses que estoy loca. Quiero decir, que no eres un hombre de esos que en la tele presentan como galanes, pero que parecen clones de Ken, el novio closetero de la Barbie. No, tú eres atractivo a la antigua. Con un rostro varonil, de mirada severa, modales solemnes y estilo rígido. Pelo en pecho, barba de lija, canas en las sienes, aspecto de cincuentón y una potencia sexual de veintitantos. No eres gordo ni flaco, estás en forma. Tu cuerpo no es de gimnasio ni tienes modales de metrosexual, pero tus músculos son firmes y tu piel suave y limpia. La primera vez que metí mi nariz en el pelo de tu pecho terminaste de encantarme, nada tan delicioso como un hombre que huele bien.
Desde la primera vez que nos vimos me has llamado cuatro veces. Una por semana. Siempre en jueves a la hora en que empieza a caer la noche, en el mismo hotel y con las mismas ganas de pasarla bien.
Después de nuestro primer encuentro, pensé que serías, como suele pasar, un cliente de una vez. Por bueno que sea el sexo, muchos clientes no repiten, pero ¿qué más te puedo decir, que lo que ya solté? Fue calambre a primera vista.
Por eso la segunda vez que llamaste, me puse lo más linda posible y corrí a tus brazos e hicimos el amor como si en eso se nos fuera la vida; y la tercera vez te volví a buscar con el corazón agitado y la calentura empapándome entre las piernas y por eso hoy estoy aquí, con la cabeza en tu pecho, oyendo tu respiración y disfrutando tus caricias.
Tomo tu sexo con mi mano, sigue descansando después de la diversión. Lo siento crecer y lo jalo despacito, pero empuñándolo con firmeza. En un santiamén está de nuevo duro y enorme, sigo jalándolo mientras me incorporo y robo un beso a tus labios. Me subo en tus piernas y, poniendo mis senos en tu boca, alcanzo otro condón del buró. Te lo pongo de prisa y me clavo de nuevo. Comienzo a cabalgar con prisa, con mis manos en tu pecho y las tuyas apretando mis pezones, me clavo en ti y siento la sangre hervir, nuestros orgasmos son intensos y casi simultáneos.
Vuelvo a caer rendida, a tu lado. Respiro profundamente.
—Ya son casi las nueve bonita, me dices, recordándome que ya me pasé de la hora contratada. Seguro tienes algo que hacer, un lugar a donde llegar. No digo nada, me levanto para ducharme.
—¿Nos vemos el jueves? Me preguntas al despedirnos en el elevador.
—¡Claro! El jueves, te digo sonriendo.
Un beso
Lulú Petite