Querido diario: A David, mi ex, lo conservo como amigo contra todo pronóstico. Él sabe que soy puta, pero no el resto de los amigos con quienes fui a la universidad. Tampoco lo saben las amistades que hemos hecho después de la escuela. Como Carmen, una amiga de David, con quienes salí antier. Estábamos perdidos por no sé dónde, buscando cómo diablos llegar a una calle de Satélite que no aparecía en el Google Maps.
David iba al volante. Satélite, para quien no lo conoce, puede ser el más rebuscado laberinto. Con su pésima combinación de terquedad y despiste voluntario, ni se enteraba de que tenía que conducir siguiendo la línea azul de la pantalla.
A la viva México, zigzagueaba por los caminos grises. Además, mentaba madres y decía que el GPS no servía para nada, que estaba mal hecho.
Carmen es buena onda, aunque un poco metiche. Aprovechando el paseo por los circuitos interminables de poetas, científicos, arquitectos y madre y media de Satélite, aprovechaba para interrogarme. Quería saber demasiado de mí. A veces no entiendo cómo me dejo arrastrar a estos planes misteriosos de David. —Las voy a llevar a comer la mejor pizza de horno de leña de la ciudad, —dijo al ceder ante la presión.
¿Neta? ¿Eso era todo? Para comer pizza no voy hasta donde el viento da la vuelta. Con todo el respeto para los satelucos, pero teniendo tanto changarro en la Roma, la Condesa, Polanco y demás colonias mamertas cerca de mi zona de confort, ¿qué demonios iba a buscar una pizza tan lejos?
Ya no quería decir nada, ni mucho menos andar anticipando, pero mis sospechas se confirmaron cuando el dueño del changarro resultó ser amigo de David. Un tal Beto, de familia italiana. No estaba mal, pero tampoco justificaba el tour. Y es que Satélite no está lejos en kilómetros, sino en tráfico. Algo pasa apenas cruzas la frontera con el Estado de México, que el Periférico se vuelve un embudo insufrible.
Yo tenía que partir y esta güera, Carmen, seguía acribillándome con preguntas. Que si vivía en dónde, que si qué hacía, que si mi acento no era chilango, que dónde me arreglaba el cabello y las uñas. Yo tan misteriosa, y ella tan curiosa, lo único que quería era escapar.
Mi cel sonó justo a tiempo con el pretexto para la escapatoria: Chamba. Rebusqué en la bolsa para dejar mi parte para el pago de la cuenta, pero David me dijo que ni me molestara.
Debo admitir que la pizza estaba muy rica y que el lugar tiene buen ambiente, pero debía trabajar y era buen pretexto para no hacer mal tercio y evitarme el cuestionario de la chavita.
Me fui sin acabarme ni un pedazo de la pizza. Me despedí soplándoles un beso desde la palma de mi mano, caminé a la puerta y llamé un Uber y en cuestión de minutos iba a bordo de un coche con piloto experto, que sí se dejaba guiar por la línea azul. Me encantan los hombres que saben seguir direcciones. Como Elías, a quien iba a ver en una hora, en el otro extremo de la ciudad.
Elías está ruco y amargado, pero de vez en vez se endulza la vida con putas. Le va bien. Tiene jubilación, pensión y heredó algún dinerito de su difunta esposa. Cachondo, solo y ocioso.
Para coger de lo lindo, lo que hace falta es dinero, y él lo tiene. Ya en el hotel se suelta a hablar. Es común en algunos hombres hablar de sus asuntos antes de entrar en materia. El sexo es una suerte de terapia.
—Es más fácil así, —dice sacándose un zapato con bastante esmero. Se refiere a ligar. Dice que a su edad ya no está para romances, menos cuando lo que quiere es coger. Nada más.
—Me tomé la pastilla hace una hora —dice.
—Se nota, —le digo acariciándole abajito con la pierna.
Su pene pulsa pujante en mi muslo. Sus manos van directo a mis senos, que acaricia y aprieta suavemente. Luego hunde su cara entre ellos y respira como si quisiera ampliar sus pulmones. Mi piel se enchina. Lo tomo por la cadera y lo arrimo más hacia mí.
Sus brazos pronto me rodean por la cadera y siguen su curso natural hacia mis posaderas. Sus dedos están tibios y húmedos. Nos besamos intensamente. Le gusta lamerme el cuello y eso hace que me excite.
Entrelazamos las piernas, estrujándonos, generando calor. Mi entrepierna se humedece. La siento tibia y tengo el deseo a mil. A Elías hay que ayudarlo porque en su juventud no se usaban condones. Yo me encargo poniéndoselo con la boca y así lo tengo a toque. Me le encaramé como vaquera, hundí mis dedos en su cabello lacio y platinado y empecé a batirme, clavándome su miembro. Mis nalgas rebotaban en sus piernas, mis tetas se agitaban con el ritmo. Él se dejaba hacer, simplemente siguiendo instrucciones. Lo hago correrse dos veces seguidas antes de desvanecerme exhausta sobre su pecho.
Después de despedirnos, llamo otro uber que me lleva a casa. Tenía hambre, después de todo, no comí. Entré a casa y, en la mesa, envuelta para llevar en papel del restaurant, me esperaban unas rebanadas de pizza. Ese David, no deja de ser un coqueto detallista.
Hasta el martes, Lulú Petite