Chucho

16/01/2014 03:00 Lulú Petite Actualizada 10:39
 

Lo bueno de citar a una escort para coger después de ver un partido de futbol es que si gana tu equipo tienes con quién celebrarlo, pero si pierde, ¿a quién le importa?: de todos modos vas a coger.

El viernes me citó un cliente americanista después de que el equipo de su corazón jugó contra Xolos. Cuando llegué, cerca de la media noche, estaba con el ego magullado por la derrota.

A modo de consuelo ante el agravio tijuanense, lo primero que hice fue ofrecerle los labios. Sonrió, me agarró las nalgas y me plantó un beso delicioso. Después de un buen beso con apretón de pompa, un uno-cero a principios del torneo te viene quedando guango.

Pasamos a la habitación jugando, él apagó la tele y se volteó hacia mí sonriendo. En ese momento lo reconocí: su sonrisa, sus ojitos expresivos y el guiño que hacía su nariz única.

Casi me voy de espaldas. Supongo que me sonrojé y lo miré como conejita lampareada. Él también me clavó los ojos, como recordando y, al reconocerme, no pudo evitar acribillarme con la pregunta incómoda:

—¿Eres tú?, soltó a quemarropa, agregando mi nombre verdadero.

En este negocio que alguien te reconozca por tu nombre real es un sacón de onda monumental. Es como si de pronto a Batman le preguntaran: ¿eres tú, Bruce? Francamente acalambra.

A Chucho lo conocí hace años. Llevaba poco tiempo fuera de mi casa y todavía no comenzaba a putear. En esa época trabajaba en un restaurante y, entre una cosa y otra, me hice algo así como noviecita de manita sudada de Agustín, un chavo que trabajaba conmigo. En esa época yo era muy inocente, apenas nos besuqueábamos y de fajecines no pasábamos.

El caso es que uno de los amigos de Agustín era Chucho, un chavo muchos años más grande que yo, muy chambeador y de lo más divertido que puedes imaginarte. Me encantaba.

Cuando salíamos él era algo así como el líder de la manada. Alto, atlético, divertido y fiestero. Eso sí, era cien por ciento futbolero y americanista de hueso colorado. No recuerdo en qué trabajaba pero le iba bien y su futuro parecía prometedor. Yo era la novia de su cuate y, además estaba muy niña, así que aunque me gustaba mucho, me lo aguantaba.

Una noche, después de trabajar fuimos a una fiesta en casa de Chucho. Como Agustín se puso pedísimo, nos quedamos a dormir.

Cuando todos se fueron Chucho y yo nos quedamos platicando. Nos la estábamos pasando bien. Él contaba chistes y sonreía, esa risa amplia, sus ojos chispeantes haciéndose chiquitos, y las rayitas encantadoras dibujándose en su nariz, no sé si fue él o yo, pero de pronto sus labios ya estaban en los míos. Fue un beso breve y sorpresivo, pero de ésos que hacen que todo el cuerpo se estremezca, que una especie de electricidad te recorra la espina dorsal y te adormezca la cabeza.

Nos quedamos mirando sin saber si lo que seguía era meternos a la cama o a una ducha de agua fría. Yo me habría dejado hacer lo que él quisiera, pero lo que quiso fue disculparse y dejarme sola y frustrada. 

No volvimos a hablar del tema. Nos seguimos encontrando en varias ocasiones y siempre fue incómodo. Algo así como una espinita clavada entre el ego y la calentura. La vida siguió y un día dejé de verlo. Nunca imaginé que nos volveríamos a encontrar con esa pregunta entre nosotros:

—¿Eres tú?, retumbó en mis oídos más como denuncia que como duda. Me quedé callada, fría, desconcertada. ¡No inventes!, ¡qué gusto me da verte!, agregó como si nada, tratando de rescatar el naufragio.

Está bien. En estos asuntos, la sorpresa vale, la resignación no. Es indispensable, para mantenerse bien en un oficio como el mío, reaccionar siempre lo más rápido e inteligentemente posible.

Mis razonamientos fulminantes:

1) Él ya no tiene nada que ver con mi vida presente.

2) Siempre me lo quise coger.

3) Me está pagando.

—A mí también, le respondí rápido, colgándome de su cuello y plantándole un beso como el que hace años me moría de ganas de darle. No tenía nada que perder, así que lo volví a ver como un cliente y no como a un oficial de la Santa Inquisición.

Me embarré en su cuerpo y de inmediato sentí su erección abultarse bajo sus pantalones y se la acaricié con picardía.

—¡Qué rico!, le susurré al oído con el tono más seductor que pude.

Él metió la mano por debajo de mi falda y, levantando un poco el vestido, me acarició los muslos con firmeza. Entonces me miró fijamente, sonrió y me plantó un beso que me hizo sentir aquel calor casi infantil que hace años interrumpimos más por pudor y sensatez que por falta de ganas. Me puse en cuclillas, le bajé el cierre y metí mi mano.

¿Qué pasó? Te cuento el martes.

Continuará…

Lulú Petite 

 

 

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