QUERIDO DIARIO: ¿Que si me gusta la lluvia? Depende. Sin duda me da gusto que llueva, es señal de que el mundo está vivo y generando vida; si estoy bajo techo, acurrucada en unos brazos calientes y amorosos, la lluvia me hace sentir cómoda y segura; lo cierto es que también tiene sus calamidades.
No me gusta manejar bajo la lluvia, las carreteras se vuelven peligrosas y en la ciudad, entre charcos y embotellamientos, todo se entorpece más de lo habitual. Tampoco me gusta mojarme ni tener que resguardarme y esperar para evitarlo, de modo que mi gusto por la lluvia es, cuando menos, voluble.
Ayer, por ejemplo, llovió todo el condenado día. En ratos, era una lluvia suave, en otros, era una tormenta furiosa. La ciudad, obviamente, caminaba a ritmo de caracol reumático.
Estaba lloviendo a cántaros cuando me habló Joel, un cliente de los tiempos del Hada. Fue de los primeros clientes que tuve, en la época en que todavía estaba habituándome a este estilo de vida y aprendiendo las artes de mi oficio.
Hacía años que no nos veíamos. Me encontró en Twitter, según me dijo. Había perdido contacto con él hace varios años, cuando dejé de trabajar en la agencia y comencé a anunciarme en internet con otro nombre, otro ‘look’, otra identidad. De cualquier modo me reconoció, o eso supuso y le atinó.
La primera vez que nos vimos, en aquellos tiempos, había un temporal de granizo, rayos y centellas. Recuerdo este detalle con especial cariño porque estaba en la agencia, arropada hasta el cuello, viendo la televisión, cuando sonó el teléfono, El Hada atendió la llamada y, ‘valiéndole sombrilla’ que afuera el cielo se estuviera cayendo, me dijo que tenía que ir a atenderlo. Me explicó que era un buen cliente y no podía quedarle mal.
En la agencia, con ese clima diluviano, esa noche sólo estábamos El Hada y yo, así que no había otra con más vocación de buza que ‘saliera al quite’.
Aún así, miré por la ventana y le dije al Hada que así no saldría aunque el cliente fuera un sultán, no me iba a arriesgar a un resfriado saliendo con esa lluvia. Ella sonrió, consciente de que lo bueno de las lluvias con granizo es que generalmente sueltan su furia durante unos minutos y después viene un rato de calma. Cuando eso sucedió, El Hada me dijo que el taxi ya me estaba esperando abajo y me dio un paraguas. Ni cómo zafarme.
Habría sido bueno que en vez de taxi me recogiera una trajinera, porque ir desde la agencia hasta la casa del cliente (en esa época atendía en domicilios) fue toda una odisea.
Joel era un hombre bajito y fortachón, construido como un toro joven, quien en efecto estaba más que listo para fornicar sin escrúpulos con música pluvial de fondo. —Me gusta hacer el amor cuando llueve, me pone cachondo —me dijo sonriendo.
Era muy dulce y sabía usar las manos como un experto. Las empleaba con elegancia y hasta con cierto aire de romanticismo. Desde esa primera vez, nos encontramos muchas veces más. Cada que había una tarde de lluvia, llamaba al Hada pidiéndole específicamente por mí.
Nos hicimos buenos amigos y hacíamos el amor deliciosamente. Siempre en tardes lluviosas.
¿Cómo iba a imaginar yo que, tiempo después, ya sin agencia ni Hada, anunciándome por mi cuenta y con otro nombre y apariencia, Joel volvería a llamar? Al principio no vinculé su voz profunda con el aguacero, pero cuando dijo su nombre vino a mí el recuerdo de esos días lluviosos.
Joel ha cambiado un poco, sigue estando fuerte aunque subió de peso y algunas canas le adornas las sienes. Aun así, sigue viéndose guapo.
Pensé esto mientras me quitaba la ropa y él se tocaba oyendo la lluvia caer.
El ruido de las gotas amenizó el momento. Me apretó los senos con sus manos de cirujano. Dedos hábiles e intuitivos. Sentí su aliento en la parte de atrás de las orejas cuando me lo hizo de perrito.
La lluvia furiosa golpeaba las ventanas tan frenéticamente que el ruido era ensordecedor. Yo sentía las manos de Joel apretarme las nalgas, acariciarme los muslos, mientras me empalaba con su sexo. Tenía una erección tan firme y potente que lo sentía taladrarme las entrañas en cada embestida, lo hacía bien, tanto, que mis mejillas se ruborizaron y comencé a pedir a gritos que me siguiera dando lo suyo, que iba bien y quería más.
Terminamos deliciosamente, él entre gritos y clavándose lo más posible; yo, apretando las sábanas y dejando que el orgasmo me hiciera temblar, fue algo mágico y estruendoso, como los relámpagos de afuera.
Una hora después aún no había escampado.
—Pensé que te habías olvidado de mí —me dijo cuando nos despedimos.
—No —respondí antes de irme a atender un siguiente compromiso —¿Qué podría borrar tan buenos recuerdos?
—Quién sabe. El tiempo. O tal vez la lluvia —dijo sonriendo.
Abrí la puerta, bajé por el ascensor, caminé a mi coche por el estacionamiento y dejé que algunas gotas vivificantes cayeran sobre mi cabeza cuando sonó en mi teléfono la alarma de un mensaje de texto, era Joel:
“Me encantó verte de nuevo, ojalá se repita”
“Ojalá”, respondí.
“Seguro, en el próximo aguacero”, escribió él.
“Estaré pendiente del pronóstico del clima”, puse en mi último mensaje.
Hasta el martes
Lulú Petite