Querido diario: A Esteban no lo había visto desde hace mucho. En diciembre, casi. Un asunto raro. Ese día quedamos de encontrarnos a las seis y él es muy puntual, sin embargo, me dejó plantada. A las siete le mandé un mensaje que no contestó de inmediato, como acostumbra. Horas después recibí texto de respuesta, claramente escrita por otra persona, que decía que había tenido un accidente, pero que estaba bien. “Disculpe el inconveniente. Posteriormente el señor Esteban procurará reagendar su cita”, decía el mensaje en tono corporativo.
No quise llamar para no ser impertinente, pero dos días después él lo hizo y me contó que, justo cuando iba saliendo a encontrarse conmigo, resbaló y cayó aparatosamente por las escaleras. Estaba bien, pero algo se había partido, separado o dislocado en su cadera. Necesitaba reposo, una operación y más reposo.
En fin, que la vida continuó. De vez en cuando le mandaba recaditos para saludarlo y saber cómo seguía. Resulta que la operación había sido todo un éxito, pero la recuperación y rehabilitación fueron largas y tediosas.
Al fin, después de tanto tiempo, ayer me llamó con intenciones más pícaras que las de platicar. Quedamos en vernos en el motel donde se suponía que íbamos a vernos el día de su accidente. Al final de la tarde estábamos poniéndonos al día.
—El mes pasado dejé de usar bastón y ya me siento como un chavito, otra vez —dijo Esteban riéndose pícaramente, mientras le miraba la cicatriz junto a su pompi izquierda.
Acaricié su piel corrugada. La marca de los puntos persistía como una cicatriz de guerra.
—¿Te dolió? —pregunté.
—A los veteranos no nos duele nada — Bromeó haciéndose el valiente.
Esteban fue boyscout y a menudo bromea con eso como si hubiera sido un héroe de Vietnam. Le habían colocado una pieza para completar la parte de su cadera que se había hecho trizas.
—¿Lo sientes, Lulú? —me preguntó, mientras acariciaba la parte donde se suponía que estaba la pieza.
No sentía nada. O no sabía qué sentir. Lo miré a los ojos y nos sonreímos como si nos acordáramos de un chiste viejo al mismo tiempo.
Los minutos corrían y sabía que teníamos tiempo que recuperar. Deslicé mi mano desde su cicatriz hasta su entrepierna. Palpé el paquete semiduro. Él suspiró y amagó con un gemido viril.
—Ahora sí lo siento —dije mordiéndome el labio inferior.
Su pene empezó a crecer en la palma de mi mano rápidamente. Lo chaqueteé con suavidad y parsimonia. Su tolete también se hizo más grueso y duro. Húmedo y entumecido, parecía un organismo independiente y vivo, ajeno al resto del cuerpo de Esteban. Usé ambas manos para masajearlo.
—No pares —suplicó haciendo ruiditos de placer que me ponían cachonda.
Estaba hasta el tope. Lo sentía prensado y tenso entre mis dedos. Se agarró a mi hombro y apoyó su rostro muy cerca del mío. Me lamió el cuello y me dijo que quería cogerme, que ya no lo soportaba más.
Nos acomodamos en la cama y le alcancé uno de los condones que había colocado sobre el buró. Destapó a dentelladas el empaque y se puso el forro de un zarpazo.
—¿Quieres que vaya encima? —le pregunté.
Negó con la cabeza.
—Es mejor así —dijo.
El peso de su torso sobre mis senos me trajo de vuelta a la memoria la primera vez que nos acostamos. Esteban es fornido y de huesos gruesos, como de un Neandertal abrazable y apapachable. Sus canas contrastan con sus cejas negras y de una forma extraña hacen brillar más sus ojos color cobre.
Nos besamos. Su lengua encontró la mía mientras que sus manos recorrían mi cuerpo. Nos acomodamos debidamente y abrí las piernas. Me penetró como en cámara lenta, poco a poco, imprimiendo presión precisa a su cadera nueva. Cuando estuvo completamente dentro de mí, dijo: —Cuánto extrañaba esto.
Me aferré a su espalda, le di besitos en el cuello y gemí bajito en su oreja. El ritmo fue modesto, pero justo. Apreté los puños cuando aplicó más ritmo y restregó su ingle en la humedad de la mía. Entramos en trance. Nos dejamos llevar. Nos entregamos al momento. Cerré los ojos y escuché su respiración agitada como un arrullo. Él se hincó hasta agotar su combustible. Se quedó muy dentro de mí cuando eyaculó.
Empapados en transpiración, permanecimos acoplados por varios minutos, acariciándonos y besándonos como si estuviéramos ebrios. Él se veía complacido. Yo estaba contenta. Después de todo, no todos los días se tiene la oportunidad de estrenar una cadera nueva.
Hasta la próxima, Lulú Petite