Querido diario:
—Hola, me dijo César cuando salí a recibirlo. Lo saludé con un beso en la mejilla.
Quedamos para cenar. Después de que el día anterior, al calor de las copas, nos dimos un beso, quedó entre nosotros una tensión que no podía pasarse por alto. Había muchas cosas de por medio.
Me acompañó al coche y me abrió la puerta del copiloto tendiéndome la mano para que subiera, rodeó el carro, se subió, lo encendió y, antes de arrancar, volteó para dedicarme una sonrisa.
—La pasé muy bien anoche, dijo.
—Tengo algo que decirte, le respondí mirando al parabrisas, cuando el coche comenzó a moverse. Respiré hondo para hacer una pausa y se lo dije:
—Soy prostituta...
Desde que comencé en este negocio he tenido dos tipos de romance. Los de aquellos que saben a qué me dedico desde el principio y los de quienes no lo saben. Los primeros lo saben porque los he conocido trabajando y han tenido que aprender a manejarlo. Con los segundos, en cambio, se vuelve una calamidad mantener en equilibrio las coartadas de mi doble vida. Nunca sé cuándo es el momento correcto para decirlo y eso me ha llevado, en más de una ocasión, al colapso de una relación prometedora. ¿Cuándo le das a alguien que te gusta una noticia como esa? Cuando lo conoces es muy pronto, cuando ya eres parte de su vida, es muy tarde, ¿cuándo entonces?
César no dijo nada. Fue un silencio tan largo que alcancé a pensar en abrir la puerta del coche en movimiento y brincar sin paracaídas sobre avenida de los Insurgentes. Naturalmente no se esperaba un balazo de esos a quemarropa y con premeditación, alevosía, ventaja y traición. Se quedó mudo, con las manos fundidas al volante, los ojos al frente, cristalinos y sus labios tan apretados que dibujaban una fina y tensa línea. Respiró hondo como queriendo decir algo, pero se contuvo y apretó más los labios.
Su cara se puso roja y sus ojos se inflamaron, se veía profundamente perturbado. Dio media vuelta en la esquina de Insurgentes con parque Hundido, se estacionó delante de un sitio de taxis, frente a una taquería. Inhaló todo el aire que pudo y cerró los ojos, después sopló despacio y cuando abrió los ojos brillaba en ellos la humedad del llanto. Se contuvo. Sentí que el estómago y el corazón se me hacían un nudo.
—Lo siento, es la verdad, soy prostituta, repetí como diciéndomelo a mí misma y, simultáneamente, soltando la advertencia: ¡cuidado!, el consumo de este producto puede ser nocivo para su salud, no se deje al alcance de los niños.
—Lo que haces no es lo que eres, respondió después de un rato, pensando con cuidado las palabras, hablando despacio y con una ternura que no escuchaba desde los tiempos de las conversaciones largas con su hermano. Eres muchas cosas, agregó: una buena amiga, una joven con muchas ideas, una buena persona, una mujer hermosa, divertida y adorable. Lo que hagas para ganarte la vida es eso, un trabajo, pero no lo que eres ni mucho menos lo que te define.
—Pero… traté de interrumpir, pero tomó mi mano y siguió hablando, poniendo sobre mis labios el dedo índice de su mano libre.
—Sin peros, no hay nada qué explicar.
—¿Lo sabías?, pregunté sintiendo la piel de su dedo en mi boca, atónita.
—No, pero lo suponía. Cuando Mat me habló de ti y me pidió que te cuidara, que me mantuviera cerca, me confió partes de tu vida que, cuando te conocí, me permitieron atar cabos. No podía estar seguro de nada. Mi hermano te quería de un modo que seguramente sólo ustedes sabrán. Estoy seguro de que supo de ti lo que yo estoy conociendo, capa por capa, conoció al ser humano más allá de la apariencia. No necesito que me cuentes más de lo que tú quieras, sea cual sea tu trabajo, ya te quiero y eso no va a cambiar lo que siento por ti.
Me quedé sin palabras y mirándolo a los ojos. Por un momento sentí en ese coche la misma atención y complicidad que tuve con Mat, aquel hombre, hijo de los mismos padres, que supo quererme tanto. Sentí mi corazón encogerse y latir despacio. Quise abrazarlo, contarle todo, buscar en él ese hombro que tanta falta me hacía, pero no pude, solamente le pedí que me llevara a casa.
Nos estacionamos frente al edificio donde vivo y, tratando de despedirnos comenzamos a platicar largo y tendido. Hablamos de muchas cosas, nos dijimos la verdad. El río de emociones que vivimos frente al parque Hundido recobró la calma poco a poco. Después de más de una hora conversando en el coche, me bajé, abrí la cajuela de mi carro, saqué un ejemplar de mi libro y se lo regalé.
—Ten, aquí está todo lo que necesitas saber de mí para empezar a olvidarme, le dije antes de darle un beso en la mejilla. Di media vuelta y me metí a mi casa pensando en Mat y en lo mucho que lo extraño.
Hasta el jueves
Lulú Petite