Una cita con Papá Pitufo

Sexo 22/09/2016 05:00 Lulú Petite Actualizada 05:00
 

Querido diario: El martes conocí a un digno representante de las viejas generaciones. Un caballero de esos, chapados a la antigua. Pero no por conservador, sino porque parece salido de una de esas películas de rancheros, en blanco y negro, con Pedrito Infante o Toño Aguilar. Su nombre es Carmelo y es de Tamaulipas. Como el mundo gira para unir a las personas más improbables, nos vimos en Oaxaca. Podría decirse que ambos estábamos en tierras del sur por razones bien distintas. Él iba a conocer a una hija que no sabía que había tenido con una amante de hace años y yo… Bueno, pues entre otras cosas, yo no lo sabía y él tampoco, pero fui a Oaxaca a conocerlo.

Don Carmelo me habló al cel por el final de la tarde. Tenía la voz pausada, potente y cavernosa. Al fondo se escuchaban los graznidos de unos pericos, guacamayas o algo así, empeorados por los ladridos insistentes de una jauría de perritos.

—A ver, cállense, chaparritos —gritaba al otro lado del teléfono.

Cuando se dio cuenta de que no le hacían caso, decidió salir del ruido y pude escucharlo.

—Por fin solos —dijo a modo de broma, y empezó a preguntarme por mis servicios.

Le dije en qué hotel estaba y a qué hora podía atenderlo. No me hice mayores expectativas y lo esperé a la cita convenida. Me escribió cinco minutos antes de la hora. Estaba en la habitación 16. Fui hacia su puerta, toqué y me recibió estrafalariamente. De cara se parecía muchísimo a Papá Pitufo, pero no el azul de las caricaturas, sino el de las autodefensas michoacanas, peludo como lobo blanco, pero era más alto y más delgado de cuerpo. Su barbota plomiza caía como una cascada sobre su pecho hinchado. Lo más chistoso, por lo que los ojitos casi se me salen de las cuencas, fue su vestimenta. Tenía estilo extravagante de por sí. Una camisa negra con dibujitos de barcos, anclas y otros motivos de marineros lo vestía a medio pecho descubierto. Debajo llevaba una playera blanquísima que se había enfundando dentro de los calzoncillos y sobresalía como un encaje o una servilleta mal guardada en un cajón.

—Pásale, güerita —dijo con su voz de hechicero.

Su historia, que resumió mientras se desvestía al mismo tiempo que se bebía un vaso de agua entero, era bien peculiar. En sus años mozos viajó mucho por toda la República mexicana, dice que era comerciante, pero me dio a entender que más bien era una especie de contrabandista —Pura fayuca mi niña, pero de la mera buena —me dijo orgulloso de aquellos tiempos.

—Eran otros años —contó—. Mis amigos de la juventud y yo recorrimos de punta a punta el país, íbamos al gabacho una vez al mes y regresábamos cargados de novedades, puras cosas que acá no se veían. Cuando no estábamos trabajando, estábamos enamorando jovencitas. Supongo que así pasó.

—¿Pasó qué?— Le pregunté.

—Lo de la hija de pilón.

Hace un año había recibido una carta algo perturbadora. Una mujer le había escrito para decirle que era su hija. Sí, en pleno siglo XXI, esta chica le había escrito una carta de las de antes. En papel y con sello postal.

—No sé cómo le hizo para dar con mi dirección, pero su carta me llegó a la puerta y al corazón. Una mujercita con una letra y con un don de palabras tan bonito no podía menos que atender.

Tras varias idas y venidas de respuestas y contrarrespuestas, habían decidido finalmente conocerse. Las guacamayas y los chihuahuas eran de su hija y su esposo. Según él, eran unos buenos muchachos que vivían en una casa antigua, no muy grande, pero bonita. Era raro para él llenar un espacio que no sabía que había dejado en la vida de alguien.

Curioseando en la web leyó que muy convenientemente estaba en la misma ciudad que él y, como llevaba tiempo leyéndome en internet y con ganas de conocerme, aprovechó la coincidencia y decidió llamar. 

Tuve que ayudarlo a ponerse el condón (en su época no se usaban tanto) y me acomodé de piernas abiertas sobre su regazo. Permanecía un poco rígido. Le hice cariñitos en los hombros, que tenía duros y llenos de nudos. Supongo que fue difícil revivir a ese ser despreocupado que permanecía dormido en la memoria de su juventud. Pero lo logré. Su cuerpo velludo atrapó el mío y recibió mis besos con gusto. Su barba acariciaba mi pecho y sus dedos gruesos recorrieron cada esquina de mi anatomía. 

Nos acostamos y me coloqué encima como vaquera. Empecé a moverme y a gemir de placer. Sus manos se posaron en mis senos, que apretó suavemente. Sudaba copiosamente y se inclinaba hacia adelante para besarme en el pecho. Empujaba como podía y hasta me dijo que le estaba encantado. De pronto cerró los ojos y clavándose hasta el fondo se vació en el condón. Luego se quedó callado, sobre mí, respirando agitado.

—¿Todo bien? —pregunté dándole besos en el cuello.

Me abrazó y, cansado, me dijo que acababa de darse cuenta de que estaba ruco de verdad.

—Mañana vuelvo a ver a mi hija. Nos parecemos mucho— Me dijo mirando al techo, mientras me vestía para irme —Mis otros hijos en Tamaulipas están enojados. Quieren pruebas y adeénes. Yo prefiero hacerle caso a lo que me dice el corazón.

—¿Y qué te dice el corazón?— Pregunté.

—Primero, que esa muchacha sí es mija.

—¿Y segundo?— Dije sonriendo.

—Que si vuelvo a coger como hoy, se infarta.

Hasta el martes

Lulú Petite

Un beso, Lulú Petite

 

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